VI

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LA FIERA EN SU CUEVA


Las ciudades, como las selvas, tienen sus antros donde se oculta todo lo que aquéllas tienen de más malo y más temible. Solamente que en las ciudades lo que se oculta así es feroz, inmundo y pequeño, es decir, feo; en las selvas, lo que se oculta es feroz, salvaje y grande, es decir, hermoso. Madrigueras por madrigueras, las de las bestias son preferibles a las de los hombres. Las cavernas valen más que las zahúrdas.

Lo que Marius veía era una zahúrda.

Marius era pobre, y su habitación era indigente; pero así como su pobreza era noble, su granero estaba limpio. El tugurio en que su mirada se sumergía en aquel instante era abyecto, sucio, fétido, infecto, tenebroso, sórdido. Por todo mueblaje, una silla de paja, una mesa coja, algunos viejos tiestos, y en dos rincones dos jergones indescriptibles; por toda claridad, una ventana-buhardilla con cuatro vidrios adornados de telas de araña. Por aquel agujero entraba suficiente luz para que un rostro de hombre pareciese un rostro de fantasma. Las paredes tenían un aspecto leproso y estaban cubiertas de costuras y cicatrices como un rostro desfigurado por alguna horrible enfermedad. A través de ellas, se destilaba una humedad legañosa y se distinguían algunos dibujos obscenos, groseramente trazados con carbón.

La habitación que Marius ocupaba estaba embaldosada de ladrillos ya destrozados; esta otra no estaba ni embaldosada ni enyesada: los inquilinos andaban sobre el antiguo yeso de la fábrica, que se había convertido en negro con el roce de los pies. Sobre su suelo desigual, donde el polvo se hallaba como incrustado, y que no tenía más que una virginidad, la de la escoba, se agrupaban caprichosamente constelaciones de viejos calzones, zapatos y pingajos horribles; por lo demás, aquella habitación tenía una chimenea; por esta razón su alquiler valía cuarenta francos al año. De todo había en aquella chimenea, una estufilla, una ramita, planchas rotas, harapos colgados de clavos, una jaula de pájaro, ceniza e incluso un poco de fuego. Dos tizones humeaban tristemente.

Lo que aumentaba aún el horror de aquel desván era su enormidad. Tenía cabos, ángulos, agujeros negros, camaranchones, bahías y promontorios. Allí se veían horribles rincones insondables, donde parecía que debían guarecerse arañas gruesas como puños, correderas largas como un pie, y tal vez no sé qué seres humanos monstruosos.

Uno de los jergones estaba cerca de la puerta, y el otro cerca de la ventana. Ambos tocaban por sus extremos la chimenea.

En un ángulo próximo a la abertura por donde Marius miraba, colgaba de la pared un marco de madera negra con un grabado iluminado, debajo del cual se leía, en letras gruesas: EL SUEÑO. Representaba una mujer dormida y un niño dormido, el niño en el regazo de la madre; un águila en una nube con una corona en el pico, y la madre apartando la corona de la cabeza del niño, por supuesto sin despertarle; en el fondo, Napoleón en una gloria, apoyándose sobre una columna azul oscuro, de capitel amarillo, adornada con esta inscripción:

Maringo

Austerlits

Iéna

Wagramme

Elot

Por debajo de este cuadro, una especie de panel de madera rectangular estaba colocado en el suelo, y apoyado en plano inclinado contra la pared. Tenía el aspecto de un cuadro vuelto del revés, de un cuadro descolgado de la pared y olvidado allí en espera de que lo volvieran a colgar.

Cerca de la mesa, sobre la cual Marius divisaba una pluma, tinta y papel, hallábase sentado un hombre de unos sesenta años, pequeño, flaco, lívido, huraño, de aire astuto, cruel e inquieto; un bribón horrible.

Los Miserables III: MariusDonde viven las historias. Descúbrelo ahora