Treinta y seis| Margaritas

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Los nacimientos son un espectáculo, un evento fugaz que termina cuando se exhala por primera vez el oxígeno del mundo. Es el segundo en el que los humanos dejan de ser un ser ajenos a la vida y a los hombres, a la sociedad, a la religión y al amor.

Como el pitido que anuncia la gran salida de una carrera, el primer llanto de un infante marca el inicio de su historia, de su trayecto. Tras la bocanada de aire que llena por primera vez sus pulmones, tras el grito que anuncia su despertar; ese pequeño ser se convierte en una persona, en una cifra más del mundo.

Niño, niña, adolescente, hombre, mujer. Estudiante, trabajador, líder, seguidor. Todos nos volvemos una enorme comunidad que se mueve como los engranes de un motor. Y aunque en los primeros años de la vida se crece bajo el manto de la inocencia, cada decisión, cada palabra, cada imagen, cada sensación, cada día y noche marcan nuestra historia.

Así fue la llegada de Jimin, un bebé sano de dos kilogramos y medio, de llanto potente y manos que se elevaron al cielo con su primer grito en los brazos del doctor.

Hwangbo, que en ese momento sintió como si todo el dolor de su cuerpo hubiera desaparecido, extendió los brazos para sostener a su pequeño Park Jimin. El bebé dejó de llorar cuando sintió el calor de su madre, no era consciente de quién le sostenía pero dejó de llorar porque ese era el único lugar que le hacía sentir seguro.

La conexión entre un niño que convierte en madre a una mujer y la mujer que ha dado vida, es mágica. Hwangbo lloraba mientras su hijo se alimentaba en silencio de ella, acariciaba sus mejillas y pensaba que nunca había sentido una piel más suave.

Hola, Jimin, soy tu mamá —musitó embelesada, convencida de que ese amor que refulgía en su pecho jamás iba a terminar de crecer—, y te prometo que serás la persona más feliz y amada del mundo.

El nacimiento de un niño es fantástico, como una ilusión que borra de la vista el pasado y futuro en la mente de los padres; así que ellos, al conocer a quien esperaron con tanta ilusión por tantas noches, olvidan que su amor, que sus deseos, que su motivación y su instinto de protección poco tienen que ver con la vida.

Porque un padre puede proteger a un hijo de no caer al suelo, de no acercarse a un horno, de resguardarse del frío y esconderlo de la lluvia; pero del destino, de esa historia que ya está marcada para ellos incluso antes de que sus ojos se abrieran, es imposible de evitar.

Y así, la primera mentira que Hwangbo le dijo a Jimin, fue que sería la persona más feliz y amada del mundo.

Jimin comenzó a crecer, a ser consciente de su entorno, del calor, del hambre, del sueño, de la diversión, de la curiosidad. Y poco a poco, mientras su cuerpo iba desarrollándose, sus padres iban perdiendo más y más poder sobre las líneas que escribían su futuro.

Nadie pudo evitar que Jimin se enamorara del canto a los ocho años, tampoco que soñara con ser un príncipe azul que se enamoraba de otro príncipe cuando cumplió doce. Ni Hwangbo ni su padre pudieron retener en casa a un joven tan alegre, nadie pudo evitar que su cuerpo creciera al igual que sus encantos, que sus compañeros de clase comenzaran a seguirlo.

Hwangbo jamás creyó al ver a Jimin por primera vez, que pediría como obsequio de navidad entrar a un club de canto los fines de semana, tampoco pensó que a pesar de los esfuerzos de su esposo por inculcar el gusto en Jimin por el box, éste decidiría aprender a jugar ajedrez con el vecino más viejo de la calle.

Los padres son como dos espectadores de una obra de teatro, dos personas que se sientan en una butaca de terciopelo para ser testigos de una historia en la que intentan adivinar el siguiente capítulo.

Healing Jimin [MY;PJ]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora