Capítulo 2 | En el corazón del bosque

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—Y aquí puede estar el nueve... o el cinco.

Tumbado en su cama, Richard Bradley murmuraba para sí mismo con un libro de sudokus en la mano, al mismo tiempo que mordisqueaba un lápiz de forma involuntaria. Lo único que se escuchaba en el cuarto, además de sus balbuceos internos, era el viento que soplaba desde la ventana y una radio en su mesilla de noche.

—Son las diez menos cuarto y es una hermosa noche de martes —habló el presentador con una voz suave, casi susurrante—: no hay ninguna nube en el cielo y la temperatura es de quince grados centígrados, así que recomendamos que lleven una chaqueta si van a salir a observar el espectáculo de la lluvia de estrellas.

—Es cierto —concordó su compañera, con ese mismo tono de voz—. Aquí mismo, desde la ventana del estudio, podemos observar la hermosa bóveda nocturna, llena de diferentes-

Harto del ruido blanco, Richard apagó la radio; tal vez así podría concentrarse mejor en el sudoku. Aunque eso tampoco ayudaba mucho: estaba atascado y no había cosa que le fastidiara más en el mundo que eso. Dejó salir un suspiro y tomó asiento en el costado de la cama, apartando el libro a un lado.

—No tiene sentido... —dijo mientras miraba la nocturnidad del exterior a través de la ventana—. El tres no puede estar ahí, ya hay uno en la fila. Entonces qué, ¿acaso me habré equivocado en alguna parte? No puede ser, sé que ese ocho está en su lugar...

—¡Richard!

Los gritos de su madre interrumpieron cualquier otro pensamiento que pudo haber tenido, y de un tirón fue arrastrado a la realidad. Con una mueca de disgusto, se dejó caer sobre la cama y guardó silencio. Si tenía suerte, se pensaría que estaba dormido y lo dejaría de fastidiar.

Pero sabía bien que eso no iba a pasar.

—¡Richard, te estoy llamando!

—¡¿Qué, qué pasa?! —exclamó, lo suficientemente alto como para que su madre oyera.

—¡Ya no hay pan, ve a buscar más!

—Maldita sea... —suspiró, y se asomó por la puerta de su cuarto para seguir gritando por el pasillo—. ¡¿Qué no puedes ir tú?!

—¡Vas tú porque soy tu madre y te lo digo! —vociferó—. ¡Ahora, anda, antes de que cierren!

Richard contuvo las ganas de abrir la boca y dejar salir todo lo que tenía para decirle. En cambio, se dio el gusto de cerrar la puerta con la mayor fuerza posible, haciendo un estruendo en toda la casa. Sin tener muchas opciones disponibles, le dio un vistazo al espejo y chequeó si estaba decente para salir a la calle.

Se encontró con el reflejo de un muchacho de dieciocho años, delgado y de tez blanca, con un cabello oscuro que rozaba sus hombros, y unos profundos ojos verdes que lo miraban a través de unos anteojos de pasta. «Un rostro que solo una madre podría amar», pensó, divertido. «No, ni siquiera eso».

Su ropa tampoco distaba mucho de lo ordinario: una camiseta blanca con la frase «Viviendo por el Rock & Roll», que usaba más como pijama que otra cosa, una chaqueta abierta y arremangada, unos jeans negros y unos sneakers con algo de lodo seco.

No era su mejor look, pero era lo máximo que podía ofrecer.

Salió del cuarto y bajó hasta el pequeño vestíbulo de su casa. Su madre estaba echada en el sofá, viendo una de sus novelas con un vaso de vino entre las manos; su medicina para las buenas noches, como siempre decía ella. Ni siquiera se molestó en hablarle, solo se limitó a tomar las llaves de la casa, meterse la billetera en los vaqueros y salir al oscuro exterior.

La casa de los Bradley estaba casi a las afueras de la ciudad: a su derecha se veía una larga hilera de casas iluminadas, además de un par de establecimientos a punto de cerrar; a su izquierda solo había un enorme bosque, y más allá de eso una verde explanada que se extendía por varios kilómetros. Como era de esperarse, todo a su alrededor estaba desierto, sin ningún alma rondando.

Adam Basset: el ascenso de un héroeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora