Prólogo

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Aquella cálida noche de Wyatt City, donde no había ninguna estrella visible, el cielo estaba tan oscuro que cualquiera, amigo o enemigo, podía estar acechando entre las sombras.

El guardia de seguridad, un tal Wilkerson, dejó caer su cigarrillo ya consumido y le dio un pisotón con su bota para extinguir la diminuta chispa anaranjada. Levantó la mirada: las nubes color azabache se veían enormes, amenazando con una tormenta que no tardaría en caer. Antes de regresar a su garita, tomó su encendedor y se prendió otro nuevo.

Trabajar como guardia en el laboratorio estatal siempre había sido algo aburrido, pero no era nada de lo que uno podía quejarse: en primer lugar, se pagaba bastante bien; y en segundo lugar, la única tarea era sentarse en una silla, ver cámaras de seguridad y presionar un botón para abrir la barrera de la entrada. Y esa noche, la cosa no parecía ser muy diferente.

El primer trueno de la noche retumbó entre los cielos.

Wilkerson se recostó en su asiento, con los pies sobre el escritorio, para dejar salir una nube de tabaco por sobre su cabeza. Tenía ganas de un buen refrigerio, tal vez unas papas fritas o unos nachos, pero ya se veía a sí mismo corriendo por las calles mientras trataba de buscar algún refugio de la lluvia. Además, una de las reglas del establecimiento era jamás abandonar tu puesto. Como si un montón de científicos de verdad necesitara tanta seguridad, pensó.

Antes de que pudiera revisar los cajones de su escritorio, en busca de alguna barra de chocolate o algo más para comer, una luz a su costado llamó su atención. La luz de una linterna. El hombre se dibujó una sonrisa cuando vio a su compañero de trabajo, Miller, acercarse hasta donde estaba él.

—¿Descansando en el trabajo o trabajando en el descanso? —comentó divertido, apagando la linterna—. ¿Cómo va todo el asunto por aquí?

—La misma mierda de siempre, ¿qué tal tú?

—Bueno, vi una ardilla bien gorda tratando de subir por la rama de un árbol. Hasta ahora fue lo único emocionante de la noche...

Podría decirse que el trabajo de Miller era mucho más interesante que el suyo, aunque eso no era demasiado. Su única tarea era deambular por el perímetro del edificio, dándole un vistazo a los muros que rodeaban la zona y vigilar que nadie intentara trepar; algo muy estúpido, considerando que la parte superior tenía alambre de púas. Por lo menos estiraba las piernas, que era más de lo que Wilkerson podía hacer.

—No me gusta para nada el cielo, ya te digo —agregó Miller—. La lluvia va a llegar en cualquier momento y yo voy a tener que seguir patrullando como un idiota. Y ni siquiera me traje un maldito paraguas.

Dicho y hecho, otro relámpago inundó la garita con una potente luz blanca. Las primeras gotas comenzaron a caer sobre el pavimento y, casi de inmediato, sobre el techo enchapado de su pequeño refugio. La tormenta tampoco parecía ser de las ligeras, sino que era uno de esos diluvios que azotaban la tierra con fuerza, amenazando con inundar las calles y arrancar árboles hasta la raíz.

—Quédate aquí, entonces, no creo que a nadie le importe —le recomendó Wilkerson—. No hay nada que vigilar por el perímetro, ni siquiera el diablo se aparece por aquí. Además, tenemos cámaras en cada esquina.

Miller estuvo a punto de protestar, cuando las luces comenzaron a parpadear hasta apagarse por completo, dejándolos en las penumbras.

—¿Qué demonios pasó? —preguntó con la linterna en mano.

—Debió haber sido la tormenta —sugirió el otro—. O tal vez uno de sus experimentos les explotó en la cara, de nuevo: no sería la primera vez que esos cerebritos calculan mal y hacen volar toda la caja de voltaje. De lo único que estoy seguro es que no se va a arreglar hasta mañana; no si sigue diluviando así.

Adam Basset: el ascenso de un héroeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora