Capítulo 8 | Los sobrevivientes

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Richard abrió la puerta principal de su casa, manteniendo aquella mirada perdida en los ojos y con la apariencia de un muerto en vida: su ropa estaba cubierta de tierra, tenía el rostro magullado y sangre seca en las manos.

Martha Bradley apareció por la sala de estar: una mujer de unos cincuenta años, con una maraña de pelos castaños que llamaba cabellera. Estaba de bata y pantuflas, como siempre, y entre sus labios tenía uno de sus cigarrillos diarios ya consumido hasta la mitad.

—¿Dónde diablos te habías metido? —empezó a regañarle, pero cortó sus palabras al ver el estado en el que se encontraba su hijo. La expresión de enojo desapareció de su rostro y ahora mostraba genuina preocupación—. ¡Cielo santo, ¿qué te pasó?!

Pero él no respondió a su pregunta, ni siquiera hizo contacto visual. Subió las escaleras lentamente, aferrado con fuerza al barandal mientras la cabeza le daba mil vueltas. Ya estaba sintiéndose mal cuando salió del bosque, así que cada paso que dio hasta su casa se había convertido en una verdadera tortura.

—¡Oye, te estoy hablando! ¡No me ignores!

Richard entró a su cuarto, pero ni siquiera alcanzó a recostarse sobre su cama: las piernas lo abandonaron y su cuerpo colapsó de rodillas al suelo; apenas tuvo tiempo de extender las manos para atajar su caída. Con la cabeza apuntando hacia abajo, el adolescente vomitó un charco de sangre por todo el piso.

—¡Richard!

Una mueca de horror apareció en el rostro de Martha cuando su hijo comenzó a convulsionar sobre el suelo.

Sus ojos estaban bien abiertos y desorbitantes, mirando de un lado a otro con desesperación, mientras que sus brazos y piernas se retorcían como si tuvieran vida propia. Llevó las manos al cuello para lanzar los gritos más agonizantes que ella había oído en su vida: parecían los aullidos de un demonio. Martha incluso notó varias marcas de quemaduras que estaban apareciendo en su cuerpo, como si alguien hubiese colocado metal caliente sobre su piel.

En un momento de lucidez, la señora Bradley buscó por todo el cuarto hasta dar con el teléfono sobre el chifonier. Pero antes de que pudiera llamar a emergencias, los gritos cesaron de repente.

Richard quedó petrificado como una estatua, en una posición algo grotesca: su espalda estaba bien arqueada y su rostro mostraba una expresión de horror, además de haber quedado con manos aferradas al cuello. A los pocos instantes, su cuerpo se relajó hasta reposar tranquilo e inconsciente sobre el suelo; el movimiento constante en su pecho le daba la certeza de que aún respiraba.

El tubo del teléfono se le resbaló de las manos.

—¡¿Qué mierda fue eso?!

⬧ ⬧ ⬧

Richard despertó lanzando un grito ahogado. Su cuerpo sudaba y el corazón le latía a más no poder. Tratando de controlar la respiración, levantó la cabeza para mirar a su alrededor. Ya no se encontraba tendido en el suelo de su habitación, sino que estaba recostado entre las sábanas de una cama que desconocía.

La cama de un hospital.

—¿Cómo...? —preguntó, confundido—. ¿Qué me pasó?

No sabía qué hora era, pero supuso que era de noche: no se filtraba ni un rayo de sol por la persiana entrecerrada, y un velador era su única fuente de luz.

Intentó recordar lo que había pasado.

Se veía a sí mismo entrando al bosque, en medio de la oscuridad, para escapar de Francis y sus amigos. Recordaba un ardiente resplandor rojo entre los árboles. Y también fuego, mucho fuego. Un nuevo pensamiento le vino a la mente y miró sus manos con alivio: estaban limpias, sin ningún rastro de sangre.

Adam Basset: el ascenso de un héroeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora