Capítulo 37 | Un juego de picanas y navajas

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Susan sabía muy bien que no debía manejar cuando estaba tan furiosa, así que supuso que sería mucho más inteligente si dejaba que su marido se ocupara de ello. Mientras conducían de regreso al hotel donde estaban alojados, la mujer se dedicó a despotricar contra Henry Williams durante todo el trayecto.

—¿Puedes creer la audacia de este tipo? —exclamó, ofendida—. ¿De verdad se pensó que lo dejaríamos capitalizar con nuestro hijo como si fuera una mascota?

—Esa gente no tiene ninguna clase de escrúpulos —replicó John—, solo nos ven como un montón de dinero con patas. ¿Viste como nos hablaba por nuestros nombres como si fuéramos colegas de toda la vida?

—¡No le di una paliza ahí mismo porque no quería hacer una escena!

En la parte trasera del auto, los niños se miraban entre ellos y reían por lo bajo: siempre era gracioso escuchar a un adulto insultar de forma tan gratuita, en especial cuando lo hacía un padre. Susan los vio por el espejo retrovisor y sonrió algo avergonzada.

—Lo siento, tal vez deberíamos dejarlo para después —les dijo—. Escuchen, lamento que nos hayamos tenido que ir tan temprano, ¿qué les parece si cuando vuelva Adam vamos todos a comer a Barry & Stiles?

Aparcaron el coche frente a las puertas del hotel: un gigantesco edificio en el corazón de la ciudad que pertenecía a la compañía del señor Williams. En su momento, los padres se habían mostrado agradecidos cuando les había ofrecido alojamiento la noche anterior. Ahora no les quedaba más remedio.

Para su sorpresa, no había ni un alma rondando por el vestíbulo; ni siquiera estaba la secretaria detrás del mostrador. Así que se limitaron a recoger su llave del escritorio y subieron por el ascensor para ir a su cuarto.

—¿Creen que Adam tarde mucho? —preguntó Eric.

—No lo creo —replicó Susan—, estoy segura que solo se quedó para poner a ese hombre en su lugar. Solo espero que Williams tenga la decencia de traerlo hasta aquí cuando terminen. Es lo mínimo que puede hacer.

Una vez que el ascensor llegó hasta el séptimo piso, fueron hasta la enorme habitación que le habían reservado: contaba con dos cuartos separados con televisión y una gran sala de estar. Susan abrió las cortinas para dar un vistazo a la hermosa vista de la ciudad. «Muy convincente, señor Williams», pensó divertida, «pero la respuesta sigue siendo no».

Mientras que los niños fueron corriendo a su cuarto, la mujer se recostó en el sofá y soltó un largo bostezo; el viaje debió haber sido mucho más cansador de lo que había esperado. John tomó asiento a su lado con aire pensativo.

—Hay algo en lo que sigo pensando —comentó él—: la primera vez que hablamos con Williams este nos llamó por el nombre; incluso a mí me dijo «Johnny». Estaba demasiado enfadado como para darme cuenta en el momento, pero ¿cómo supo nuestros nombres si nunca se los habíamos dicho?

—Puede que Adam se los haya mencionado —supuso Susan.

—Lo dudo mucho —replicó, negando con la cabeza—. Adam podrá ser algo distraído de vez en cuando, pero sé que se toma muy en serio su trabajo como héroe: entiende lo importante que es ocultar su identidad o la nuestra.

—No entiendo a dónde quieres llegar —confesó ella, dejando salir otro bostezo que hizo contagiar a su marido—: está bien, el tipo tiene información secreta sobre nosotros, pero ¿qué crees que...?

Pero sus palabras se cortaron cuando sintió un dolor punzante en su sien, además que la cabeza le estaba dando vueltas. Intercambió miradas con John para darse cuenta de que él estaba pasando por lo mismo. Levantó una mano y la movió de un lado a otro: el bamboleo se veía como si fuera en cámara lenta. Ambos trataron de ponerse de pie, pero las piernas les traicionaron y cayeron de rodillas al suelo.

Adam Basset: el ascenso de un héroeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora