➴ 𝐇𝐚𝐰𝐤𝐢𝐧𝐬, 𝟏𝟗𝟖𝟔.
Inspiró y expiró. Una y otra vez; de manera reiterada. Se estaba ahogando. La partida de Dragones y Mazmorras había resultado más fatídica que el sentimiento de vacío que la había dominado al plantearse asistir al partido de baloncesto. Las palabras, inocentes y sin maldad, pronunciadas por Eddie, se reproducían en el subconsciente de Blake como un vinilo rayado; "No os hagáis los héroes. Hoy no, ¿vale?". Sus recuerdos habían retornado al cuatro de julio.
—Mierda Axl. ¿Por qué él y no yo? ¿Por qué? —casi diez meses llevaba formulando dicha cuestión. ¿Por qué el destino la había privado de la persona qué más quería?— ¿Por qué mi subconsciente no me concede una tregua?
Se había sentido feliz y plena siendo parte del Club Fuego Infernal durante un par de horas. Pero, como de costumbre, cada vez que una oleada de dicha la dominaba, todo a su alrededor comenzaba a resquebrajarse. Sus demonios no le concedían un tiempo muerto.
—Tras un año de tragedias, los Tigers se han hecho con el trofeo...
Volvió a cargar los pulmones de oxígeno, y con lentitud lo expulsó. Se aproximó al estante que ornamentaba la pared situada junto al fregadero y atrapó un bote de pastillas. Sus aliadas desde hacía un par de semanas; las que le otorgaban una suspensión momentánea de las migrañas que la asolaban.
—...por primera vez en veintidós años. Con la canasta en el último segundo del reserva Lucas Sinclair.
No había asistido al partido, pero había presenciado la euforia de la canasta de Lucas de camino al parking de caravanas, gracias a Callaham. El actual jefe de policía, cuando reparó en la solitaria silueta de la hija del antiguo sheriff de Hawkins, se ofreció amablemente a acercarla a su hogar. En un primer momento, Blake se opuso; pero de forma casi inmediata aceptó la propuesta. La emisora de radio del vehículo narraba con detalle el evento deportivo, y eso le permitió enterarse de la hazaña de su amigo.
—Mierda —blasfemó en un murmullo.
Como si se tratase de una cascada, su nariz comenzó a gotear sangre. El fregadero no tardó en teñirse de rojo oscuro, casi negro. Y, en contacto con el agua, daba la similitud de que Blake había cometido un crimen en aquel espacio de la caravana. Posó los fármacos a un lado, y se inclinó hacia delante.
—Axl, ¡no! —con la mano libre, apartó al felino y a su curiosidad de ella. No deseaba que aquella bola de pelo del color de la nieve acabase carmesí—. No.
A tientas, e intentando no esparcir la sangre por todo el espacio correspondiente a la cocina, atrapó un trozo de papel. Con maña, se taponó el orificio nasal y suspiró frustrada. Cada vez que sufría una hemorragia nasal —frecuentes los últimos días—, convertía lo que la rodeaba en un escenario digno de una matanza.
Mientras trataba de detener el sangrado, limpió la pila e hizo desaparecer todo rastro de dicho líquido carmín. Momento en el que reparó, a través de la ventana, en la silueta de cierta pelirroja que conformaba parte de su grupo; Max Mayfield.
—No deshilaches ningún cojín en mi ausencia —con tono dictatorial, Blake habló al gato. Era consciente de que aquel pequeño animal desconocía el significado de sus órdenes; pero hablar con él se había vuelto un hábito. ¿Estaba perdiendo tal vez la cabeza?
Ingirió las pastillas, extrajo la servilleta de su fosa nasal tras comprobar que la hemorragia se había detenido, y salió al exterior. La calidez de la primavera había sustituido el gélido invierno que habían atravesado aquel año.
—Maxine.
Cuando la adolescente percibió como su nombre sonaba entre el rubor del viento, buscó a la propietaria de aquel vocablo. Blake se aproximaba hacia ella con parsimonia; con una media sonrisa ilustrando sus facciones.