Estudio en Negro

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Frente a la alta ventana, de cara a la medianoche -abierta a las estrellas del vasto firmamento y a los árboles de hojas escarlata y azul turquesa-, recibiendo el perfume de las rosas del jardín, Severus Snape cavilaba.

Enmarcado por la ventana abierta, vestido de riguroso negro, espalda recta, desafiante. Sus largos cabellos oscuros se confundían con la noche.

Rodeado por los astros, por el batir de las hojas color sangre y cristal -sauces, álamos fantásticos-, su codo doblado mostraba que tenía una mano a la altura del tórax. El viento, fresco, al entrar por la ventana, le removía las orillas del largo atuendo, lentamente, igual a la capa de un hechicero en busca de la Piedra de Transmutación, o de la forma de aprisionar a un kabiro tan antiguo como el mundo.

La vasta habitación se desplegaba en torno a Snape, desde las largas y pesadas cortinas ocre recogidas en cordones de plata, hasta los muebles en la sombra: globos terráqueos dorados por el tiempo, que mostraban el mapa de Lemuria; divanes de madera labrada y seda, elaborados en los siglos 17 y 18; secretaires con textos a medio trabajar, tinta, plumas y cartas nunca enviadas, en sus gavetas; lámparas de cristal, apagadas; espejos con relieves complejos en sus marcos de oro; una enorme biblioteca en las paredes, de volúmenes en diferentes idiomas, algunos ilegibles por describir la hechicería de Thule, en la arcaica lengua de una raza previa a todo mago, y una colección de objetos mágicos tras vitrinas, obtenidos en viajes por ciudades ocultas, peligrosos puertos en la niebla y urbes sepultadas en desiertos sin nombre.

Esa habitación era una de cincuenta -algunos decían, infinitas- distribuidas en tres plantas de la vasta y vieja mansión de ventanas de marcos blancos, de fachada de lapislázuli, rodeada por un alto muro de roca y una fuerte reja de hierro protegida por encantamientos. Los árboles de vivos rojos y azules -que esta hora, brillaban suavemente- adornaban los jardines circundantes, adornados por fuentes con estatuas de ninfas, enredaderas en muros, viejos altares a dioses silenciosos, rosedales y macizos de flores violetas cerrados en el día, abiertos durante la noche y hasta el alba. En la mansión mágica de Mould-on-the-Wold.

Desde el jardín entró, por un golpe de viento, la fragancia de las flores que se mantenían todo el año. Las hojas escarlata y turquesa de los álamos batieron, acompañando a la voz femenina que llamó, serena e íntima, a la espalda del profesor de Pociones:

—Severus.

Snape giró, todavía con la mano cerrada casi a la altura del tórax, apoyando el pulgar en el índice recogidos. Su rapidez causó un movimiento en sus cabellos, y la media luz que le ocultaba las facciones permitió adivinar que varios mechones se agitaron sobre su rostro. No hacía falta adivinar -porque brillaron levemente en el abrazo del claroscuro-, el gesto felino de sus ojos. Ella quiso saber:

—Severus, ¿en qué piensas?

Por la ventana abierta en esa segunda planta, pasaba el susurrar del batir de las hojas de los álamos; las nubes platinadas en el cielo de Luna en diamante arrancaron un brillo de ébano a los cabellos de Snape, cuando caminó hacia aquella voz de una persona en un diván; de la sombra del mueble se extendió una mano delgada, de blanca piel.

Snape tomó aquella mano. La mirada intensa y la mano firme del profesor contrastaron con su forma suave de presionar aquellos delicados dedos.

No obstante, ni su mirada, ni su voz, se dulcificaron. Al contrario, se volvieron más inescrutables.

—¿Te encuentras bien en la infinitud? -preguntó Snape.

—Sí, me encuentro bien en ella.

Sin soltar esa mano, Snape tomó su varita y, dirigiéndola como al acaso, en la habitación se encendieron varias velas... Los pabilos arrojaron breves halos de luz cálida, sin vencer la penumbra, apenas abriendo zonas claras; mas permitieron ver otros objetos en las mesas: antifaces de terciopelo, largos guantes, largas cintas negras y otras breves, de las que colgaban camafeos elaborados en marfil y frascos rotulados con nombres de componentes de perfumes afrodisiacos, en francés y en latín.

El brillo de las lucernas reveló las facciones de la persona en el diván de seda y terciopelo, que Snape contempló con la misma mirada grave, llenos sus ojos del brillo ámbar de las velas, ojos donde ella se reflejó: las facciones delicadas, las cejas y nariz bien dibujadas, los labios bermellón.

De pie, el profesor tomó la barbilla de la chica, pasando suavemente los dedos por ella, atendiendo al trazo de sus labios... Ella los entreabrió, viendo la mano de él. Su mentón en esos dedos fuertes, que la tomaban con delicadeza, la hizo sentir que, de desear huir, no podría. O no querría. Pero eso lo había decidido hacía semanas.

Snape no apartó la mirada de esos labios, deseados desde hacía varias lunas secretas.

Sentándose en el diván, sosteniéndole el mentón, acercó sus labios a los de la chica... pero no la besó... Los dejó cerca, apenas rozándose. Ella suspiró con un poco de ansiedad y un mucho de placer, un suspiro doliente, apagado, rozando a su vez los labios del profesor de Pociones...

Sus rostros en vaivén hacían apenas rozarse los labios, insinuar la caricia, la bocas apenas tocándose, en mínima e insinuante fricción.

Snape no la besaba; dejaba gravitar la caricia en un constante a punto, pero eso bastó para que de los labios de la chica escapara un suave gemido, y pensara en lo que seguía... Lo que a él se le ocurría... Las peticiones hacia ella... Los juegos que elaboraban... Snape se contenía de besarla, se castigaba con ese roce sugerente de sus labios y ella, al sentirse envuelta en aquella locura que no la dejaba vivir, sin la cual no podía vivir, aquel delirio con sabor a perdición, no se pudo refrenar y lo abrazó con vehemencia, pero manteniendo aquella distancia, también refrenando sus deseos de besarlo, con dolor, para castigarlo a su vez.

Mechones negros ocultaron los ojos de Snape, cuando posándole las manos en el talle, musitó, con la voz grave de su pasión intransigente, rozando la boca de ella con sus labios de cruel sensualidad:

—Quiero tenerte... No puedo estar sin ti...

Y aunque habló con vehemencia, la abrazó con la presión exacta para seguir cosechando los suspiros de la chica. Su alumna.

Acariciada lentamente en la espalda, en los brazos, en el rostro a la luz de la Luna que entraba por la ventana abierta de fragancias violeta, la chica, depositada de espaldas en el diván, en la oscuridad cuando él apagó las velas con un pase, trató de recordar cómo, en unas semanas, llegó a esta locura, ella, Hermione Granger, cómo terminó intercambiando miradas, abrazos y besos y más con Severus Snape, hasta sentir que morían en aquella mansión mágica, del Boulevard de los Sortilegios.

Fetish SlytherinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora