Un Cáliz de Fuego

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—Hija, ¿no piensas bajar a comer?

—No, mamá –respondió Hermione, apática, recostada en su cama.

No sabía si estaba triste o de malas o ambas. Poco que le dijeran sus padres desde la sala, le importunaba, enojándola, deseosa que nadie tocara su silencio y aislamiento.

En la mañana dio cualquier pretexto a Harry y a Ron –cambio de planes, necesidad de salir de nuevo–, que ellos aceptaron un poco decepcionados.

Al despedirse, Ron se inclinó a ella, besándola en la mejilla. Probablemente notó que ella le respondió rápido, con el entrecejo levemente fruncido, viendo a un lado, y se apartó. Ella no supo si fue por sentirse culpable o por culpar a Ron de alguna forma extraña o por otra razón que ella se ocultaba.

Una vez en casas, sus sorprendidos padres la saludaron contentos, aunque al cabo de pocas palabras, comprensivos de su hija –no se le veía bien–, la dejaron subir a su habitación, seguida por su lechuza. La castaña la llevaba cuando viajaba a Londres, por si necesitaba esa vía de comunicación.

Recostada, se sentía segura –los muebles conocidos, sus pertenencias–, pero al mismo tiempo se hallaba en un recuerdo. Hoy era un día más en que formaba menos parte de este lugar. Gota a gota, el presente enmarcado en su habitación se volvía nostalgia.

El primer día partió a Hogwarts pensando que siempre podía volver a casa, que siempre hallaría la llave en su interior para abrir la puerta y continuar siendo lo que era. Hoy, la puerta se había cerrado. Ya no sabía ser como antes. Llamada por el futuro, la certeza de regresar fue un bello engaño para no sentir miedo frente a algunos cambios. El tiempo que la niñez siente como eternidad se convirtió en no más que otro día. Ella ya no volvería a casa de sus padres como antaño, no retornaría a la rutina, ni a ellos, cuyas voces amadas escuchaba conversando en la sala. Hermione se había despedido de su infancia hacía mucho tiempo. Tan había cambiado, que tampoco deseaba ser como entonces.

Hoy tenía otras situaciones, intereses más amplios. Otros problemas, más graves. Y otras sensaciones.

Se sentó al borde de la cama, con las rodillas muy juntas, los codos en ellas y sus manos cubriéndole la cara.

No podía quitarse la sensación de mariposas en el estómago.

No podía dejar de pensar en Snape.

El peso de las revelaciones la apabullaba. Experimentaba mariposas en el estómago porque sentía la necesidad de recordar y deseaba recordar. Ésa era la verdad.

Ya no le dolía haber olvidado a Ron. Y le sorprendía. Le asombraba no experimentar remordimiento. Lo importante que Ron era para ella, su amor por él, estaba colapsado en un paréntesis, convertido en una imagen que se transparentaba, volviéndose fácil de relegar. Se había despedido rápido de Ron para que el contacto no interfiriera con sus sensaciones. Era una u otra emoción la que podía sentir.

Y la emoción más fuerte era ésta. Su mareo al pensar en Snape. Aunque no fuera una emoción dichosa. En Hogwarts, la luna y las estrellas pasaron frente a su ventana de insomnio, tranquilas mientras ella revivía con asombro, con inquietud, con estupefacción, cada ráfaga y cada minuto, los abrazos, las caricias con Snape.

El temblor leve y constante que la recorría era inusual en una chica como ella, pero no podía cesar de revivir la necesidad sedienta que uno despertó en el otro. La forma de hablarse y entenderse, de perder la cabeza en las noches compartidas en el secreto de sus almas.

Esa noche de insomnio en Hogwarts, todavía ruborizada, se sorprendió al sentir que esto había sido morder un fruto demasiado jugoso y demasiado venenoso. Y sabía que no debía continuar. El mismo Snape le dijo que no hablarían del tema. Más ella tenía un pero.

Fetish SlytherinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora