Treinta y Cinco

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Brais

Tal y como le prometí a mi campanita esta noche será inolvidable, y que mejor lugar que donde todo inicio, aquella noche bajo las estrellas en la que recorrí su pequeño y frágil cuerpo marcándola como mía en Folly Beach.

Una vez llegamos no pude evitar mostrar mi cara de satisfacción al ver la suya totalmente sorprendida, admirando el camino de velas que comenzaba desde la entrada de la casa y llegaba hasta un mantel dispuesto sobre la blanca arena, donde nuestra cena nos esperaba junto a una cubeta llena de hielo, una botella de champán y dos copas, siendo la luna nuestra única luminaria.

Y ahora estoy aquí perdiéndome entre sus risas, mientras avanzamos en la moto junto a la orilla del mar que nos salpica con cada oleaje, Py termino sin zapatos y su hermoso vestido enrollado hasta sus caderas y yo, tire el saco junto a la camisa a alguna parte de la arena, sin zapatos y con el pantalón doblado hasta las rodillas.

La brisa marina nos envuelve, pero no me importa soportar un poco de frio mientras pueda seguir sintiéndola aferrada a mi espalda, con sus pequeñas manos envolviendo mi cintura haciendo que cada milímetro de mi piel arda tan solo con su tacto.

Saberla feliz y escucharla reír son motivos suficientes para sentirme completo, sobre todo porque el motivo de su dicha soy yo, mientras ella es el mío y es que Pyper Crown se ha convertido en mi mundo.

Llegó en el momento menos pensado, justo cuando creí que nada ni nadie podría sacarme de la penumbra que siempre me ha envuelto, pero fue y es, ese rayo de luz que llena cada espacio de mi vida mostrándome un nuevo yo, uno que ni siquiera sabía que habitaba en mi interior. Es sorprendente como una persona puede transformar a otra ya sea para bien o para mal. 

—Te amo—su dulce voz se filtra a través de la brisa.

—Y yo a ti hermosa—le devuelvo, sonriendo como un tonto, aunque no me pueda ver.

Siento como su cuerpo se estremece pegado a mi espalda.

—Creo que ha sido suficiente de nuestro paseo nocturno—le hago saber a la rubia que no deja de temblar.

—Tan pronto—rebate como niña pequeña.

—Hace frio—indico lo obvio.

—Un poco más—suplica.

—No seas terca campanita, estás helada y no quiero que te enfermes—suelto antes de girar y marcar el camino de vuelta.

Una vez que llegamos a la cabaña, apago el motor, descendiendo de la moto y ayudo a mi chica para que haga lo mismo.

Sus labios lucen un poco amoratados por la baja temperatura así que sin pensarlo la estrujo entre mis brazos, pegando mi boca a la suya trasmitiéndole calor corporal, sus morros temblorosos se separan dándole paso a mi lengua que surca cada espacio de su húmeda cueva.

La Chica De Las Zapatillas RosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora