Veintitrés

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Pyper

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Pyper

La brisa juega con mi cabello haciendo que este pique en mis mejillas mientras el sol nos calienta la piel incluso con el mismo candor que siento en mi interior al estar tan pegada de la espalda de Brais, con mis brazos rodeando su afilada cintura robándome el aliento con cada aspiración que doy inundando mis pulmones con el masculino aroma que emana de su cuerpo.

Mis dedos palpan con descaro la dureza de sus músculos abdominales a los que me aferro como si quisiera mantener al moreno así para toda la vida, muy cerca de mí.

—¿Lo estas disfrutando mucho verdad campanita? —la voz de Brais se alza a través del viento.

—No sé de qué hablas con los ojos vendados no es mucho lo que puedo apreciar—contesto.

—No me refiero al paisaje, sino a la manera en que tocas mi abdomen.

Carajo.

Mis mejillas arden y si no fuera porque vamos a alta velocidad me lanzaría de la moto de la vergüenza que me cargo.

—Sujétate bien campanita—siento en mi piel el ronroneo de la motocicleta que aumenta su velocidad mientras que mis manos se aprietan más al contorno de su talle y mi rostro queda totalmente pegado a su espalda.

Sonrió como una tonta en ese preciso momento aferrada a su cuerpo y sintiéndome por primera vez tan libre como la brisa que acaricia nuestros cuerpos.

No sé exactamente qué tiempo ha transcurrido, pero puedo notar que el moreno disminuye la velocidad hasta que se detiene y el sonido del motor es silenciado.

Con cuidado bajo de la moto con ayuda del moreno que me pide que no retire aun la venda de mis ojos, un grito agudo brota de mis labios cuando soy inesperadamente levantada del suelo y tomada entre los brazos fornidos de Brais que deja escapar una risa baja.

—¿Qué crees que haces me quejo tratando de liberar mis ojos?

—No te atrevas a quitarte la venda, porque si lo haces te aseguró que mañana no podrás sentarte de la zurra que le daré a tu pequeño culo por rebelde y créeme cuando te digo que no seré benevolente y disfrutaré dejarlo tan rojo que tu piel arda.

Aquellas palabras envían una especie descarga eléctrica a mi entrepierna provocando que me remueva un poco entre sus brazos imaginando sus grandes manos dejándome aquellos dedos largos marcados en mis glúteos.

Jodidas hormonas.

—No es necesario que me cargues puedo caminar aun con los ojos vendados.

—Claro que puedes, pero en estos momentos cada minuto cuenta y no podemos darnos el lujo de que llegues tarde.

—¿A qué te refieres con eso?

—Ya lo veras campanita—susurra cerca de mi oído erizando cada poro de mi piel.

La Chica De Las Zapatillas RosasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora