Capítulo 31.

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Federico.

—¡No muestres tu debilidad!

Recibo un golpe en las costillas que me hace trastabillar.

—¡Ellos huelen tu debilidad! ¡No permitas que lo hagan!

Otro golpe que me pone a morder el polvo en cuestión de segundos.

—¡Él lo huele y por eso te supera con tanta facilidad!

Lo veo sacar un cuchillo, la hoja filosa se dirige a mi brazo y logra causar una herida pequeña que se tiñe de carmesí.

—¡Tu sangre es otra muestra de tu debilidad! ¡Eres un maldito débil!

Logro incorporarme con dificultad, ignoro la sangre que brota de mi brazo y atesto un par de golpes al hombre que me ataca.

Es más alto, me dobla en corpulencia y edad. Un adolescente débil, eso es lo que soy, lo que siempre fui y lo que no quiero volver a ser.

—¿Crees que esos golpes lo van a detener?— Tadeo se burla—. Ni siquiera le hiciste daño con tus golpes de niña asustada. ¡Golpéalo como un hombre! ¡Esquiva como un hombre! ¡No seas débil!

¡No seas débil!

¡No seas débil!

¡No seas débil!

Me repito en la cabeza de forma consecutiva, recuerdos amargos. 

Lo hago, dejo de ser débil. Muerdo el polvo muchas veces, con el tiempo más heridas se suman a mi cuerpo, pero me volví fuerte a medida que pasó el tiempo y ahora soy quien pone a otros en el piso.

Ahora vuelvo a estar de rodillas y la voz de Tadeo, mi padre, truena en mi cabeza como en mi adolescencia.

Me están dando algunos golpes en las costillas, temo que las vayan a partir de lo fuerte que es. El recuerdo me quita aún más energía de la que tenía, el sabor metálico de la sangre está en mi boca.

Dayana está siendo sometida por un tipo, dejaron de jugar con las armas cuando se dieron cuenta que nos rendimos. Son solo dos.

¡Dos!

Veo la decisión en sus ojos y ella misma se quita a la niña de la espalda. La mira y algo le susurra.

La niña se va a un rincón.

—Bien perra— le dan una sonora bofetada que le voltea la cara—. Así ya puedo disfrutarte como quiero— la toma del cabello con fuerza y ella hace cara de dolor—.

—¡Déjame!

—¡Suéltala!

La garganta se me desgarra gritando, aún conserva los anillos en las manos y un arete.

El tipo me da un golpe en el abdomen que me hace encoger en posición fetal. Echo mano a la hebilla que con presión se abre mostrando la hoja afilada que resplandece cuando la luz de las lámparas le da.

—¡Mierda! ¡¿De dónde sacaste eso?!— inquiere asustado—.

Sonrió de forma siniestra con la sangre de mis heridas en la cara tiñendo mis dientes.

—NO. TE. IMPORTA— digo con dificultad y lo entierro en la pierna que es donde tengo acceso—.

Los golpes duelen, pero no son nada comparados con sentirme débil. La debilidad no es una opción para mí.

Me pongo de pie y le entierro la "navaja" o lo que sea esto en el ojo. Lo saco con fuerza y el órgano sale de su órbita.

Deslizo la hoja por el cuello y es tan buena que lo mata sin que emita más sonidos de los necesarios.

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