Capítulo 37

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Advertencia de contenido: este capítulo tiene contenido sensible entendido como violencia sexual y física. Léalo bajo su responsabilidad. 

Dayana.

Explosión y penumbra.

Impacto y dolor.

Privación y estado de indefensión.

Debilidad y tristeza.

Arrastrados.

Privación sensorial.

Atados.

Amordazados.

Todo se combina en cuestión de segundos, no sé cómo pasó...

Mi cerebro está aletargado por ¿Segundos? ¿Minutos? ¿Horas? ¿Días?

La noción del tiempo se vuelve escasa. La única certeza que tengo es que fui secuestrada junto al hermano del Ministro de Defensa del País.

Maximiliam Valencia está atado a una silla con cuerdas que corren el riesgo de cortarle la circulación de lo ajustadas que están. Lo sé, porque puedo ver como las extremidades se le están poniendo de un color rojizo por la acumulación de sangre en sus brazos. Sin embargo, sus manos están pálidas, carentes de color.

A diferencia de Max, estoy atada en el piso, me retuerzo, haciendo que el vestido se me arrugue y muestre mis piernas más de lo apropiado. Me maldigo por decidir ese jodido día ponerme un puto vestido.

Un pantalón de vestir o un enterizo eran mejores opciones.

La asquerosa mordaza no me permite más que hacer ruidos extraños que no se alcanzan a entender. Me revuelco en el piso, pataleo y golpeo una silla que está a mi alcance, está se cae proporcionando un ruido estrepitoso en el lugar que llama la atención de uno de los captores que permanece dentro del lugar en el que nos tienen retenidos.

—¿Intentando escapar, puta?— me pregunta un pelinegro regordete con ojos marrones como la mayoría de seres humanos en el planeta, cara redonda y un cuerpo que no me produce ni un mal pensamiento.

Sus ojos me miran con hambre.

Su mirada se desliza por mis piernas semidesnudas, se relame los labios como el cerdo que es y sus ojos se fijan en mis pechos que están recatadamente tapados con el escote redondo del vestido.

Niego con la cabeza.

—¿Entonces?— me muevo en el piso como cualquier reptil, intento hacerme entender y me arrastro a la silla del menor de trece años que está inconsciente—. No entiendo el idioma gusano— se mofa.

Las manos me duelen por la presión de las cuerdas contra mi piel, pero no me molestan tanto como al niño.

<<Quítame esta mierda, porky>>— pienso, deseo decirle.

Necesito que me entienda y no sé cómo hacerlo. Miro las manos del niño y le hago una mueca mostrándole con el mentón.

—No entiendo el idioma gusano—insiste.

El gordo malparido, se gira e intenta irse. La angustia me entra y en un intento desesperado empujo con los pies la silla de madera en la que reposa Max.

La empujo con tanta fuerza que esta cede a la caída dañando el reposa brazos que mantiene las cuerdas fijas en los brazos del menor.

La madera, seguramente estaba podrida.

La circulación vuelve, porque todo se aflojó un poco. Respiro por efímeros segundos con tranquilidad.

—¿Qué te pasa perra?—se viene con el rostro rojo del enojo y me propina una bofetada que me voltea la cara y me pone a probar el sabor metálico de mi propia sangre—. ¿Vas a intentar huir? ¿Te quieres ir de aquí?

Ministro +21Donde viven las historias. Descúbrelo ahora