Capítulo 22

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Federico.

El silencio es incómodo en la camioneta, mientras hacemos el camino a la academia de mi hermano. Él me mira con diversión e intriga.

Hago como que lo ignoro y no ha estado todo lo que va de la mañana insinuando que estuve cogiendo. En sus ojos arde la necesidad de conocer la identidad de la persona con la que me divertí anoche, pero no se lo voy a decir.

Creo que lo intuye, no es pendejo, pero no se atreve a preguntar.

—Como que estás condenado a vivir amargado, hermano— me mira burlón—. Creía que estarías hoy de mejor humor... sabes que liberarte, siempre hace que luzcas fresco y no veo en absoluto esa aura en ti, hoy—explica—.

Pongo los ojos en blanco y lo miro de soslayo para que se calle.

—No sabía que te convertiste en una persona chismosa a tan corta edad, porque sería una lastima tener que cortarte la lengua por tenerla muy larga, pequeño— no hablo enserio, solo quiero que se calle.

—Cálmate, no es confiable que mi hermano amenace con cortarme la lengua— me dice conteniendo una carcajada—. Solo quería asegurarme que no te dejaron marcas— se encoge de hombros—, o no te dejaron satisfecho.

Estalla en una sonora carcajada ante mi cara de exasperación y cuando voy a decir algo, llegamos a la entrada del instituto. Descendemos del vehículo con lentitud, mi hermano se echa a andar de inmediato cuando toca el asfalto y voy a su espalda, me toma un par de pasos alcanzarlo y pongo mi mano en su hombro ejerciendo un poco de presión para que se detenga.

—No te tomaste tu biberón hermanito que andas con tantas preguntas que no te interesa— le doy una mirada cargada de gracia y le revuelvo el cabello para fastidiarlo—. No preguntes lo que no te importa, ¡carajo!.

—Ya entendí que no me quieres confirmar si pasaste una buena noche, pero está bien, espero de corazón que sí— sus buenos deseos me dan risa.

—Se hace tarde y créeme cuando te digo que no tengo tu tiempo— lo apremio para que camine y cumplir con dejarlo en la puerta del aula.

Nos sumergimos por el pasillo y un olor particular me hace volver la mirada para encontrarme con la docente de mi hermano, ella recorre el pasillo colgada del brazo del matemático.

Siento una punzada en el tórax al detallar el agarre de ella, su expresión tranquila, en un gesto casi afectuoso al poner su mano sobre el brazo que la envuelve.

Se me nublan los ojos y comienzo a ver de colores.

Me enerva, no lo puedo negar. De forma inconsciente llevo la mano a la daga que siempre cargo entre la cinturilla del pantalón y la correa, la empuño, pero me abstengo de sacarla.

Eso me descompone el genio.

Además, la ropa que lleva la mujer no es lo que esperaba, un abrigo con cuello de tortuga cubre su cuello ocultando todas las marcas que le dejé hace unas cuantas horas.

Todo lo que gritaba que fue mía en la madrugada está bajo esas malditas capas de ropa que ahora, solo hace que quiera arrancarlas para poder observar mis obras de arte en su cuerpo, mis labios y dedos marcados en diferentes partes de su piel.

Me siento como un ser territorial, nada propio en mí, pero poco me importa. La sangre me quema las venas y arterias, el corazón bombea dos o tres veces el ritmo normal y empiezo a respirar con un poco más afán de lo habitual, mi hermano lo nota, pero no dice nada y sigue caminando.

Nos encontramos de frente con ellos y mi hermano se acerca a saludar a su docente, él de cierta manera, también es territorial al saludarla y envolver sus brazos en la espalda de la mujer. Ella se suelta de un todo del agarre del matemático y lo envuelve con sus brazos.

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