01. Hijos del trueno

5.1K 361 6
                                    


La noche que Rhaenyra Targaryen dio a luz a su primer hija, los estruendos de la tormenta más fuerte que ha azotado Kingslanding en nueve años ahogó sus gritos. 

Nadie estuvo allí para recibirla, un acontecimiento igual -o de mayor relevancia para algunos- se llevaba a cabo en la recámara de la planta superior en aquel casi lúgubre castillo.

Rhaenyra no podía culpar a nadie por la ausencia de compañía. O quizás sí lo hacía pero muy en el fondo.

Era sabido que si tan solo su esposo, Ser Laenor Velaryon, no estuviera tan ocupado junto a su jóven escudero en quien sabe donde, a lo mejor tendría uno o dos maestres que se hubieran apresurado a socorrerla en sus aposentos apenas se enteraran del adelanto en su parto. Aún así aquello no era culpa de nadie más que de su propio cuerpo estresado o de su ansiosa hija que en las últimas horas luchó incansablemente hasta salir y posteriormente por sobrevivir.

Fue todo un logro consumar su matrimonio con Laenor Velaryon, con quien luego de varios intentos (y con ayuda del noble caballero Qarl Correy) dieron como fruto a la pequeña que comenzaba a asomar su cabeza desde el interior de su madre. 

Rhaenyra maldijo de todas las formas posibles a su esposo en ese momento, ninguna posición resultaba lo suficientemente cómoda cuando sus piernas no tenían la fuerza suficiente para mantenerla en cuclillas, los músculos de su abdomen ardían por las contracciones y sus uñas se enterraban en el terciopelo negro del sofá debido al esfuerzo.

Varios minutos después y totalmente aturdida, el llanto agudo de su recién nacida la devolvió a la realidad. Elevaba su voz, llamando a su madre por encima de la lluvia furiosa que golpeaba las paredes de piedra, buscando entrar como fuera a la habitación real.

—Parece que la avidez es hereditaria, pequeña. —musitó la princesa heredera ya sin fuerzas ni aliento, llevando sus dígitos temblorosos hacia la cabellera clara de su hija. Su torcida sonrisa se ensanchó al envolverla en la seda escarlata que encontró más cerca, notando la repentina calma de la bebé en cuanto la acunó en sus brazos y contra su pecho. Llenandola igualmente de una inconmensurable paz.

Las piernas aún le temblaban por el esfuerzo, la viscosa placenta estaba allí entre ellas y las gotas saladas caían aún desde su frente hasta contornear sus finos labios; sin ayuda de las criadas o maestres no sabía exactamente qué hacer. 

No se arriesgaría a sufrir una caída fatal con la niña en brazos, así que se limitó a simplemente esperar. Podía sentir el corazón palpitando en sus oídos, mientras era cegada por relámpagos que iluminaban por completo la habitación, como si el Sol se asomara tímidamente un par de segundos antes de ocultarse una vez más. Pero nada parecía molestar a la criatura.

—Mi adorada princesa, ¿cómo es que todo este ruido no logra perturbar tu calma? — soltó casi en un susurro, tratando de mantenerse serena, pese a sentir la garganta áspera con cada palabra. Seguramente por la forma inconsciente en la que estuvo intentando hacerse escuchar por encima de la tormenta, al igual que su hija al momento de nacer.

Tarde en la madrugada, cuando Rhaenyra comenzaba a sentirse adormecida, ya sea por la pérdida de sangre o el agotamiento físico, sintió la puerta de su aposento abrirse, seguido de la voz preocupada de su esposo y posteriormente un par de gritos. La tormenta había cesado, así que pronto se vio rodeada de gente antes de sentir a la niña ser arrebatada de sus brazos débiles.


Perdió el conocimiento y no fue hasta el otro día que la claridad de la mañana le dio la bienvenida.


Se incorporó en la cama, solo para ver un maestre junto a Laenor en medio de una plática y una bandeja de fruta picada a los pies de la cama. Se estiró para tomar algo de aquel plato pero el cuerpo de su esposo tomando asiento frente a ella, sin darse cuenta, impidió que probara un bocado.

Secretos de alabanza | Aemond TargaryenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora