20. Beatitud

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Era de conocimiento público que sería una corta espera hasta que la boda de la princesa Naerys Velaryon con el príncipe Aemond Targaryen se llevara a cabo, si bien no se habló nunca de un tiempo específico, era de suponerse que en cuestión de semanas todo estaría listo con la inmensa cantidad de servidumbre y el peso de toda la fortaleza en oro que la corona retenía. 

No obstante, el día anterior fue comunicado que dicho evento se llevaría a cabo en aproximadamente un mes desde ese momento en el que Naerys observaba frente al espejo el zafiro reposando dulcemente en el centro de su pecho. Habían pasado varios días desde que recibió tal obsequio. Era un sentimiento extraño de familiaridad y recelo, no lo quería pero le gustaba y le hacía gracia la forma en la que contrastaba con su pálida piel. 

El tacto frío de la plata que sostenía el mineral azul le recordaba a la sensación de los suaves labios de Aemond, paseándose por la piel desnuda de su nuca con tanta ternura que por el simple pensamiento volvió a estremecerse. Suspiró entrecortado, tomando la tela de su vestido escarlata con fuerza. 

Sus nudillos combinaron con la tela rojiza, al igual que sus mejillas mientras una sensación incomprendida se instaló en su vientre, una sensación que nunca antes había experimentado pero se sentía bien de una forma extraña. Y se atrapó el labio inferior entre los dientes con exasperación al pensar que su cuerpo respondió de aquella manera por Aemond.

Podría ser el enemigo, pero nunca lograría sabotearla tan bien como lo hacía ella misma y sus propios pensamientos traicioneros.

—¿Se encuentra bien, princesa? —preguntó una de las criadas que acababa de arreglar su largo cabello, al notar las mejillas ruborizadas de la joven y pesados suspiros. —¿Está muy ajustado el vestido?

Agradeció en su interior las preguntas que disolvieron las intrusivas ideas que comenzaron una seductora marcha contradictoriamente gélida, descendiendo por su espina dorsal y provocándole escalofríos.

—Está perfecto —repitió como todos los días. Estuviera demasiado ajustado o no, su respuesta era siempre la misma.

—Sus ojos tienen un brillo especial el día de hoy, ¿sabe? —habló con timidez la mujer cincuentona que apreció el vestido de Naerys una vez más, cerciorándose de haber hecho un buen trabajo al vestirla. Planchó con sus propias manos la falda que la princesa había arrugado hace un momento y repentinamente pareció recordar que con quien se encontraba en la habitación era Naerys Velaryon, no cualquier noble de Westeros, quedando estática por un momento en el lugar antes de volver a hablar. —Disculpe mi atrevimiento, solo quería mencionar que se le nota particularmente bella hoy —Naerys sonrió con calidez a la amable mujer reflejada en el espejo. —Espero que no le haya molestado mi intromisión y haya pasado una buena noche.

—Así fue, quizás mi buen estado se deba a eso —la princesa asintió con un movimiento corto de su cabeza. —No me molestan sus palabras, necesito alguien con quien conversar a veces. Me ha costado adaptarme a este lugar.

—Pero lo ha logrado al final, ¿cierto?

—Por supuesto —"que vil mentira" pensó. —Es el hogar de mi abuelo y parte de mi familia. Lo más difícil ha sido adaptarme a mi nueva cama —añadió risueña, haciendo que la mujer frente a ella soltara una casta risa mientras retocaba unos últimos detalles en el vuelo del vestido.

Siempre era complicado acomodarse o conciliar el sueño en la comodidad de otra cama, aunque fuera más grande, aunque fuera más suave. Pero en su caso adaptarse a la cama y a los inmensos pasillos había sido más sencillo que adaptarse a las personas que convivirían con ella a partir de ese momento. Desde que había llegado su presencia solo fue solicitada una vez para hacer su elección en cuanto al vestido y tomarse las medidas, luego de eso su único entretenimiento era sumergirse en libros o distraerse de cualquier otra manera fuera de las paredes de piedra.

Secretos de alabanza | Aemond TargaryenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora