33. Grito de guerra

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(...)

Mientras tanto en la parte superior de las cuevas, se llevó a cabo la unción del nuevo rey con los santos óleos, bendiciéndolo con la suerte de los Siete previamente a su coronación.

Los vitoreos se hicieron presentes una vez más al aclamar a Aegon Targaryen, segundo en su nombre, como el nuevo y legítimo rey de Westeros. La algarabía de la gente se podía oír a gran distancia, era incomprensible su razonamiento, tan inconsciente creer que un rey legítimo podría cambiarse tan sencillamente por otro sin consecuencia alguna.

Sobre todo para los traidores, era tonto creer que no llovería fuego sobre ellos en cuanto Rhaenyra retomara su lugar.

O en ese caso, escombros al momento en que Rhaegar golpeó el suelo de piedra con la coraza y los cuernos en el centro de su cabeza, derrumbando gran parte de la firme superficie en la que un centenar de personas cayó y en su mayoría fue aplastada. Los gritos de alegría fueron sustituídos por gritos de terror y lamentos guturales de dolor.

Y oh, Naerys disfrutó de una manera descomunal infundir tanto miedo en su antiguo prometido como alguna vez le tocó vivir a ella misma a causa suya. Ver a la reina respirar con dificultad mientras Aegon y Otto se observaban entre sí, ojos bien abiertos y enrojecidos hasta el punto de lagrimear, fue todo un deleite. Se mantenían en silencio, pero sus miradas suplicaban por una pizca de piedad o suerte.

Fueron varios instantes los que pasaron en los cuales Naerys se replanteó muchas veces qué tan bueno sería jugarle a la suerte y hacerlos arder allí mismo, pero dudas como: ¿la casa Hightower se revelaría buscando venganza por la mano del rey y la reina Alicent? ¿Qué tan grande sería su ejército o qué tan fuertes sus aliados? ¿Los Stark recordarían su juramento de ser así? Si mal no recordaba, Daeron Targaryen permanecía con esa parte de la familia fielmente acompañado de su dragón Tessarion.

Los orificios nasales de Rhaegar emanaban un humo espeso que ascendía hasta perderse en el aire, fundiéndose con el color del cabello de Naerys. La reina espantada alzó la mirada hacia la temible bestia, su imponente tamaño generaba terror y fácilmente podría ser confundido con una versión más pequeña del Terror Negro para quienes lo recordaran.

Siete dragones, contando los de su abuela Rhaenys y primas Baela y Rhaena, sin duda alguna podrían contra un solo dragón y un gran ejército. Pero el caos que dejaría detrás el corto enfrentamiento precedería la reputación de la Rhaenyra, ¿qué clase de rey destruye una ciudad entera para defender su corona? ¿Qué clase de rey deja pasar un centenar de muertes y pérdidas por su propio beneficio? Solo un tirano atentaría contra sus posibles futuros súbditos.

Quizás Maegor el cruel apoyaría la idea o se atrevería a mucho más, pero Rhaenyra era su amada madre de tacto gentil y cálidos abrazos durante inviernos fríos. Era todo menos cruel.

—Helaena... —la reina Alicent se alejó de la protección de Sir Criston Cole y le dio un empujón. —Ve con Helaena.

Naerys desde el lomo de su dragón bajó la mirada, recorrió a cada uno de los traidores. El gran septón abrazándose a sí mismo como si su patética sotana fuera a protegerlo. Naerys se rió ante el pensamiento, pues lo único que protegía era su dignidad al ocultar que posiblemente se había orinado encima ante la presencia de Rhaegar.

¿Qué era después de todo una ciudad a comparación de todo el continente? Pero si más casas decidían unirse para pelear por el nuevo rey, aquello podría culminar en la destrucción de más de una de ellas. Las reservas de invierno enviadas a los soldados sumando la exposición a cualquier otro ataque, era imposible que todo el continente no se viera involucrado ante los juramentos y alianzas.

Los dragones no eran inmortales, ciertamente, hacía falta tan solo un buen golpe con el escorpión para mandarlos abajo. Un corte en la zona inferior del pliegue donde sus alas se unían al cuerpo y la gran bestia quedaría incapacitada para volar. Una lanza de acero enviada a la zona más suave de sus gargantas y estarían acabados, ahogándose con su propia sangre y fuego.

Si Daeron había aprendido lo suficiente con su dragón, la variedad de entrenamientos y lecturas junto a su adiestrador de confianza, aquella información no sería secreta para quienes decidieran reunirse a pelear por venganza. Naerys suspiró intentando no sobrepensarlo demasiado, pero a raíz de su intento por detenerse la idea de que si uno duda demasiado sobre su accionar entonces era mejor no hacer nada le hizo volver a concentrarse en la familia que tenía frente a ella.

Aemond permanecía frente a la dulce Helaena, en posición como si pudiera hacer algo al respecto si Naerys optara por hacerlos arder en llamas o enviar el comando a su dragón para desmembrarlos a todos uno por uno.

Lo mejor no era su posición vulnerable frente a ella, no, lo mejor era admirar complacida la manera en la que su temblor era camuflado con pequeños espasmos mientras luchaba por mantener su semblante fuerte y firme en una posición de falsa seguridad. Quería ver arder a ese hijo de puta, sin embargo sería una muerte perfecta para un Targaryen y Aemond merecía morir, sí, pero solo después de que su honor comenzara a arrastrarse hasta ser abandonado y tanto la vergüenza como el dolor le hicieran doblarse en el lugar, vomitar sus últimas palabras y temerle al funesto destino que le esperaba.

Helaena alzó la mirada entre resignada y expectante, pero no realmente miedo denotando en sus facciones. A la princesa Velaryon le entristeció el hecho de que perteneciera a ese lado y no junto a ella, si lo pensaba bien, era la única que valía la pena en esa bola de escorias y era de su conocimiento el cariño que Rhaenyra aún guardaba por ella. Su dulce Helaena quien en algún momento gozó de permanecer en el regazo de su hermana mayor, escuchándola cantar y contar las más increíbles historias.

Otto Hightower continuaba exclamando que mantuvieran las puertas de Dragonpit abiertas, mientras los guardias en el exterior parecían creer que sería buena idea encerrar a Rhaegar dentro del lugar.

Criston Cole estaba a un lado de Aemond, frente a la princesa Helaena. Alicent había corrido a posicionarse como escudo frente a Aegon, quien por cierto lucía como un perro asustado en medio de una tormenta y aunque la espada de acero valyriano de Aegon el Conquistador permanecía en su mano, era el menos digno para portarla.

Era el más entretenido de los espectáculos. Rhaegar podía percibir el coraje de Naerys, pero también su inseguridad y a lo mejor fue por dicho motivo que no se atrevió a atacar a quienes la princesa observaba con ferviente ira. En cambio, cuando todos creyeron estar perdidos, cuando todos creyeron que sus destinos estaban marcados por fuego, un rugido de Rhaegar peinó el cabello de la reina Alicent hacia atrás, mientras Aegon buscaba refugio a espaldas de su madre y Helaena detrás de Aemond cerró con fuerza sus ojos.

La ausencia de fuego tranquilizó sus acelerados corazones, mas no el hecho de que Naerys demostró lo desprotegidos que se encontraban y lo sencillo que sería acabar con todos en tan solo un segundo antes de lograr finalmente escapar.

Secretos de alabanza | Aemond TargaryenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora