16. La voluntad de los Dioses

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—Opino que la seda es una opción segura. –Alicent mencionó apreciando la suavidad de la tela con la punta de sus dígitos.

—Lo es, mi reina. —respondió la agradable mujer que presumía ser de confianza, con quien se pactaban cortas citas para confeccionar varios de los elegantes vestidos que la reina consorte vestía con frecuencia. —Pero el precio se elevaría con misma seguridad.

—Bien. —respondió Alicent con una amplia sonrisa, admirando los diversos colores y tejidos. —Es un momento especial, la corona retribuirá este trabajo. —mencionó notoriamente entusiasmada, aún así manteniendo su formalidad. —Esperamos que sea acorde a la relevancia del evento.

Varios minutos después de que Aemond se retirara de la habitación de Naerys, dejándola en el frío suelo bajo el manto de una inconmensurable molestia, la reina llamó a su puerta. La jóven Velaryon no se atrevió a enseñar su rostro, por lo que comunicó con la puerta entreabierta que su ausencia en el almuerzo y descortecía al no presentarse adecuadamente se debía a un resfriado.

Su voz había salido áspera y aunque intentó no titubear le fue imposible ante el sentimiento de angustia e impotencia que le generaba tal molestia en su garganta. No obstante fue de suficiente ayuda para que su excusa sonara creíble. Lo que procedió a hacer la reina entonces fue enviar a uno de los maestres, a quien Naerys se rehusó a abrir la puerta con la excusa de que sabía como cuidarse y que para el otro día se sentiría mejor, de todos modos aquella noche un pequeño cuenco con leche tibia y miel fue dejado en la puerta de sus aposentos.

Durante esa noche la princesa apenas logró dormir, se removía inquieta bajo las sábanas con su túmida garganta asfixiándola cada vez que las ganas de llorar rebosaban la voluntad de su alma. Extrañaba a su familia y la comodidad de su antiguo hogar. Sobre todo, extrañaba sentirse segura, pese a haber asegurado la puerta de su nueva habitación no confiaba estar a salvo y se mantuvo casi toda la noche alerta.

No comprendía qué tanto daño podría haberle causado a Aemond para recibir a cambio tal sentencia, más allá de ganarle cuando él mismo la había desafiado. Su reacción le resultó exagerada. No fueron solo palabras en un arrebato de enojo, no recordaba haberle hecho sentir miserable durante tanto tiempo de forma voluntaria, ni siquiera de forma involuntaria.

A excepción de tocarle el orgullo intencionalmente, el mismo día del enfrentamiento, al mencionar una triste verdad para el príncipe; sin Naerys seguiría siendo solo un segundo hijo.

De todos modos, seguía sin encontrar motivo por el cual debería merecer la muerte a manos de Aemond.

—¿Está segura? —la reina preguntó.

—Por supuesto, una muchacha jóven ... —Naerys era ajena a todo lo que sucedía en la habitación de la reina, solo las honraba con su presencia, mas no con su voz o integración. — ... es correcto, pero necesito su autorización antes de comenzar.

"Vas a rogarme morir, Naerys" se sintió enferma y con ganas de devolver lo poco que con tanta dificultad pudo ingerir esa mañana. Se preguntó incansablemente qué podría tener en mente para cumplir su propósito, no quería pensarlo pero de una forma u otra esas palabras siempre volvían a vagar por su cabeza, poniéndola en alerta como si Aemond fuera a aparecer en cualquier momento con la idea más atroz.

Pero nada era más atroz que el nefasto pensamiento de tener que casarse con el hombre que la quería muerta, no sin antes divertirse con su dolor.

—¿Está de acuerdo, princesa? —pudo oír la sonora voz de la mujer presente en la habitación como un canto lejano.

No iba a permitirle la satisfacción de ser afectada por cuales fueran los grandes tormentos que planeaba desatar furiosos sobre ella. Lo de la tarde anterior había sido un desliz, fue un error haberse descuidado y confiado demasiado en su seguridad dentro de una fortaleza que ya le resultaba casi ajena. No iba a volver a repetirse.

Secretos de alabanza | Aemond TargaryenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora