39. La sangre espesa del dragón

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ㅤㅤㅤㅤㅤㅤㅤ»» Lenguaje malsonante, descripciones explícitas de violencia, mención de sangre, muerte y secuestro. Quedan advertidos, babys.

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A lo lejos en Villa Harren los gruñidos, chillidos y estruendosos sonidos de la pelea entre los dragones era audible. Rhaegar aprovechaba su velocidad para rodear a Vhagar y desgarrar la piel de su lomo, arrancando en más de una ocasión los trozos de carne cercanos a la extensa cola de la antigua dragona.

Pero por supuesto a simple vista, a menos que uno se concentrara lo suficiente, no era posible ver con tanta claridad la gran hazaña del dragón que contaba con la mitad del peso y tamaño de Vhagar. 

Aún así la dragona no se quedaba atrás, en alguna ocasión había logrado golpear a Rhaegar con su cuerpo o la punta de su nariz en un intento por atraparlo entre sus dientes y aunque no provocó demasiado daño, había logrado hacerle raspar la barriga contra la copa de algunos árboles al perder el control de su propio vuelo y motricidad.

Mientras tanto, en el suelo los noventa hombres de armas y ballesteros de los Negros se enfrentaron a los ciento setenta hombres de los Verdes. Había todo tipo de armas y escudos, desde espadas de hierro, hachas de guerra, pesados machetes y mazos de cadena hasta simplemente navajas afiladas o guantes de hierro con púas que servían para abollar el casco de los soldados, aplastando junto a ellos el cráneo de los guerreros. 

Situación que Naerys había presenciado más de una vez apenas había empezado la batalla.

Se dio cuenta durante esa batalla, mientras ponía en práctica cada enseñanza de Daemon, que el príncipe no había sido nada suave durante sus enfrentamientos de práctica. Si bien no intentaba hacerle daño había utilizado gran parte de su fuerza y Naerys agradeció aquello porque de lo contrario sus brazos estarían flaqueando en ese preciso momento mientras un soldado que doblaba su peso y medía tres cabezas por encima golpeaba con fiereza en dirección a la princesa.

Naerys logró esquivar el tercer golpe y aprovechó la desventaja que suponía su estatura, enterrando la punta de su espada por debajo del casco de hierro que llevaba el soldado, no sin antes mantenerle la mirada al perforarle justo en el centro de la garganta. No es como si no lo hubiera hecho antes después de todo. Le quitó el casco antes de dejarlo caer y posterior a admirar como la luz de sus ojos se apagó de a poco, procedió a desfigurar lo que quedaba de él.

Si le era posible, ninguno de aquellos cuerpos sería reclamado por sus familias, un traidor no merecía tal cortesía.

Pasado un rato perdió la cuenta de la cantidad de muertes que llevaba y que había a su al rededor, perdió la noción del tiempo, de quienes pertenecían a su bando y quienes no. Notó también que no contaba con su armadura o escudo, notó lo expuesta que estaba y lo fácil de matar que sería si más de uno decidiera arremeter contra ella de forma coordinada, notó que el aroma a sangre y carne fresca provenía de ella y de su cabello que ahora se pintaba de un rojo débil, pero por sobre todo notó que pese a todo eso seguía viva, no tenía rasguño alguno más allá de un corte cerca de una de sus cejas y quizás algún golpe en la zona del abdomen.

Se rio con sí misma mientras se defendía de un nuevo atacante ¿acaso estaba perdiendo la cabeza? Todo lo que Laenor le mencionó alguna vez durante sus cortos entrenamientos de juego hace diez años atrás, tal vez era cierto: La sangre espesa del dragón corre por sus venas y como tal su futuro de guerrera estaba asegurado. Se sentía intocable.

Admiró a su al rededor tras decapitar exitosamente al enemigo y el tiempo pareció detenerse o correr con lentitud, se escuchaban los alaridos de hombres cuyas extremidades eran cortadas o aplastadas, la sangre le salpicaba el rostro cuando a su lado uno de los soldados lograba decapitar al otro o atestar un buen golpe capaz de romper las armaduras o partes del mismo cuerpo.

Secretos de alabanza | Aemond TargaryenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora