CAPITULO 2

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Ricardo tenía el corazón en su garganta y la sensación de pavor se
metió dentro de su cuerpo al primer contacto visual con aquella aterradora
bestia. ¿Qué hacía un toro en medio de una autopista? Era una pregunta
cuya respuesta no era urgente. Lo que tenían que hacer ahora era salir de
allí sin enfadarlo demasiado.El animal mantuvo su postura erguida y su mirada en un solo
punto: los ojos de Ricardo. Él no lo comprendía, pero era como si ese toro
parecería estar desafiándolo. De nuevo, Luisfer tomó la palabra y
comenzó a retroceder poco a poco el vehículo.
—¡Hey! ¡Hey! ¿Qué estás haciendo? —preguntó Ricardo,
notoriamente alarmado—. Te dije que no te movieras.
—Solo quiero alejarme de esta cosa. No puede alcanzarnos si nos
vamos rápido... ¿no?
—Podría embestirnos si lo hacemos enfadar —dijo Ricardo
echando un nuevo vistazo hacia el animal.
El toro bufó y golpeó sus patas delanteras contra el asfalto. Se
movió de manera errática sin salirse de su posición y sacudió su cabeza,
pero en todo momento, sus ojos no se despegaron del vehículo.
—¡Te lo dije! ¡Lo hiciste enojar! ¡Lo hiciste enojar! —A estas
alturas, en dónde el temor y la adrenalina se fusionan dentro del cuerpo
para empeorar todo tipo de situaciones, Ricardo ya no medía sus
palabras—. ¿Qué hacemos? ¿Y si quiere embestirnos?
—Por eso te digo que es mejor pisar a fondo e irnos de aquí...
—espetó Luisfer. Sus manos eran dos garras de oso estrangulando el
volante del auto, usándolo como escondrijo para dejar solamente la parte
de sus ojos visibles ante aquel animal.
—Muy bien —dijo Ricardo. Se secó la transpiración con la manga
de su camisa verde y volteó hacia su amigo—. Esto es lo que vamos a
hacer. No podemos descuidarnos. Tiene que salir todo bien. ¿Listo?
—¡Solo suéltalo!
Ambos se percataron de que Luisfer había hablado demasiado y
observaron, volteando sus cabezas, en un sacudón raudo y veloz hacia el
toro, pero al notar que parecía no moverse, volvieron a cruzar la vista
entre ellos.
—Bien. El toro está en nuestro camino, así que vamos a tener que
rodearlo para pasar y seguir nuestro viaje. Yo opino que nos salgamos un
poco de la carretera para pasar.
—Espera. Espera. Espera. Pero si nos salimos vamos a hacer más
ruido. Hay muchas piedras. ¿No lo hará enojar? —objetó Luisfer con
audacia.
—Es probable, sí. Pero es eso o pasar por su lado... y no sé si eso
sería buena idea. Podría sentir que queremos atacarlo y embestirnos.
—Carajo... ¡Te dije que yo no debía manejar! Pasan cosas malas
cuando manejo de noche. Es una maldición de mi vida. ¿Ahora tengo que
tomar esta decisión? —preguntó Luisfer alterado.
—No, no... tranquilo. Vamos a pensarlo bien. Y... —Pero en el
momento en que Ricardo volvió a echar una mirada por la ventanilla, su
rostro palideció de repente y su alma pareció querer escapar de su cuerpo
ante el terror. El toro había empezado a correr hacia ellos—. ¡Mierda!
¡Acelera!
—¿Qué? ¡Carajo! —Luisfer pateó el embrague de la camioneta,
empujó la palanca en posición de primera marcha y aceleró. Las ruedas
chirriaron en el asfalto y el vehículo comenzó a avanzar—. ¡Mierda! ¡¿Qué
hago?! ¿Lo piso?
—¿¡Qué!? ¡No! ¿Cómo se te ocurre? —bramó Ricardo, aferrado a
la manija de la puerta con una mano y sacudiendo el hombro de Luisfer
con la otra—. ¡Esquívalo!
—¿Por dónde? —. Luisfer puso segunda marcha y luego tercera.
El toro se aproximó con furia y a una gran velocidad. Él intentó virar hacia
la izquierda para evadirlo, pero el toro se le interpuso; luego intentó hacia
la derecha, pero sucedió lo mismo—. ¡No puedo! ¡No puedo!
—¡Salte de la ruta! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! —Ricardo continuó gritando
la misma palabra durante unos segundos más, mientras ahora eran sus
dos manos las que sacudían a Luisfer.
Luisfer comenzó a gritar para expulsar todo su estrés y temor.
Volanteo hacia la banquina y salió a la zona empedrada de la carretera; la
camioneta derrapó y sus ruedas lanzaron al cielo decenas de diminutas
piedras que comenzaron a llover en el parabrisas.
El animal, aún insatisfecho, y aparentemente con mucha furia,
arremetió de todas formas hacia la camioneta. Ricardo persiguió al feroz
toro con la mirada: el mismo corrió y golpeó la rueda trasera de la
camioneta con sus astas.
Los gritos de ambos amigos se fusionaron e incrementaron al sentir
el impacto que sacudió sus mundos; a su vez, Luisfer hacía lo imposible
por recuperar el control de la camioneta una vez más. Las ruedas
levantaron todavía más piedras que antes; el motor elevó su aceleración;
el toro volvió a cornear la camioneta y cuando parecía que la situación no
podía ser más crítica... las ruedas delanteras sintieron el firmamento del
asfalto, se aferraron a él y salieron de nuevo hacia la carretera a toda
velocidad.
El animal corrió detrás de su sombra durante unos muy pocos
metros hasta cansarse y transformarse en una pequeña y diminuta
mancha negra en el horizonte: lo habían logrado.
Ambos se permitieron volver a respirar, festejaron su triunfo entre
gritos y alaridos de felicidad, pero de repente, sucedió lo peor. La rueda
izquierda de la camioneta se pinchó de manera repentina y Luisfer tuvo
que frenar.
—No puede ser... —dijo Ricardo—. Esta es la peor noche de mi
vida.
—No te lo voy a repetir. No te lo pienso repetir.... —dijo Luisfer y
guardó silencio durante un momento—. ¡Pero te lo voy a repetir! ¡No debo
manejar de noche!
—¡Lo sé! ¡Lo sé! ¡Carajo! —espetó Ricardo. El hombre abandonó
el vehículo y revisó la rueda trasera. Su mueca de decepción y disgusto
se podría apreciar desde la distancia. La rueda presentaba un enorme
hoyo en su zona lateral, producto de su terrible encuentro con la
cornamenta de aquel feroz toro—. ¿Tenemos rueda de auxilio, verdad?
Ahora quien abandonó la camioneta para despejarse un segundo y
poder tomar aire fue Luisfer.
—¿Qué?
—Que si tenemos rueda de auxilio, hombre.
—Ah. Sí, creo que sí. ¿No está atrás? —respondió Luisfer
dirigiendo sus pasos hacia la zona de la caja de la camioneta—. Ahí está.
Enganchada en la zona central de la caja de la camioneta, se
encontraba un estuche blanco que guardaba una quinta rueda en caso de
accidentes. Ricardo se asomó.
—Bien. Ayúdame a quitar el envolto... —Pero en el momento en
que el hombre palpó el estuche, su mano se hundió hacia un vacío
alarmante: la rueda de auxilio aparentemente... no existía—. ¿Qué?
—Abrió el cierre solo para que la realidad lo golpeara en toda la cara—.
¡No hay nada!
—No... —Luisfer se alejó llevando sus manos a la cabeza—. ¿Qué
vamos a hacer ahora? ¿No tenemos manera de volver?
—Ok. No importa —dijo Ricardo respirando tres veces continuas de
manera pausada para poder calmarse—. Podemos llamar una grúa.
Tardará, pero es lo único que nos queda en este momento.
—¿Y sí el toro nos alcanza?
—Nah. Lo dudo. Dejó de seguirnos muy rápido, habrá vuelto a
retomar su camino —Ricardo tomó su celular y empezó a googlear
algunas empresas de transporte por grúa—. Tengo muy mala señal. Tú
estabas jugando videojuegos... ¿No puedes intentar llamar a alguien?
—Tengo datos, no es lo mismo que tener señal de llamada
—respondió Luisfer, también, toqueteando la pantalla de su dispositivo—.
No puedo enviar ninguna llamada. Está muerto... como nosotros.
—No seas exagerado... solo... —Ricardo recorrió los alrededores
cercanos de la camioneta; alzó su brazo al cielo, buscando que la señal
apareciera mágicamente a su celular, pero al no conseguirlo en los
primeros dos intentos... volvió con su amigo—. Nada. Esto no es bueno,
hombre.
—Escucha... creo que tengo una idea —comenzó a decir Luisfer
mientras usaba la punta de su dispositivo para rascarse la cabeza—. Pero
es de ese tipo de ideas que yo, personalmente, detesto más.
—Solo desembucha —Se burló Ricardo, haciendo referencia a lo
mismo que Luisfer le había dicho momentos atrás.
—Ja. Ja. Ja —rio con ironía el hombre—. Ok. Pienso que si no
queremos quedarnos varados aquí en la nada misma. Tenemos que
encontrar un lugar para tener señal o al menos donde poder pedir ayuda.
—La estación de servicio —Ricardo ni siquiera preguntó. Por su
cabeza había pasado exactamente esa misma solución mientras
levantaba su celular al cielo como un tonto—. Si, también lo reflexioné.
—Exacto... —continuó Luisfer apretando los dientes. Lo siguiente
que diría no sería nada fácil—. Y aquí está el meollo de la cuestión: si
alguien va hacia allá a pedir ayuda, tendremos que cruzarnos con ese
animal de la muerte... y lo peor es que ahora no disponemos de la
camioneta para ocultarnos o gritar mientras imploramos misericordia.
Ricardo chistó y avanzó unos pasos hacia la dirección en dónde se
suponía que se encontraba la estación de servicio.
—¿Cuánto tardaríamos en llegar a pie hasta allá? Hipotéticamente
hablando.
—Bueno —Luisfer volvió a encender su celular para medir la
distancia desde su GPS—. Calculo que entre treinta a cuarenta minutos si
no nos cruzamos con el toro.
—¿Y si nos cruzamos con él?
—Entre cincuenta y toda la puta vida porque estaremos bien
muertos.
—Me alegro de que no pierdas el sentido del humor en situaciones
así, amigo.
—Yo también. —Sonrió Luisfer con ironía—. Estoy saltando en un
pie de felicidad.
—¿Treinta minutos? ¿Eh? —repitió Ricardo colocando su mano en
el mentón mientras evaluaba las peligrosas posibilidades—. También
podemos esperar a que alguien más pase por aquí y nos recoja... ¿no?
—¿Y te crees que alguien frenará a ayudar a dos hombres
misteriosos en mitad de la noche? Ni yo soy tan optimista, hermano.
—¿Por qué misteriosos?
—Porque no nos conocen.
Ricardo suspiró y se volteó. Por un lado, Luisfer llevaba algo de
razón. La situación no era favorable para ellos en ningún ámbito. Si
decidían esperar, la incertidumbre de quién pudiese aparecer y cuándo se
volvería demasiado pesada de sobrellevar si pasaba mucho tiempo y
nada sucedía. Por otro lado, tenían la opción de moverse y buscar una
solución por sus propios medios. Y ese no sería ningún problema de no
ser porque había una potencial amenaza esperándolos a mitad de
camino. Lo que hacía que la decisión se vuelva, para nada, algo sencillo.
Pero Ricardo tenía otro problema más que agregar: su pasiva
habilidad desarrollada desde su infancia hasta su adultez... él no podía
permanecer quieto. Esperar no era una virtud para él, y si podía hacer
algo por su propia cuenta, era un hecho que lo haría. El problema era ese
condenado animal.
—Hey... —comenzó a decir Luisfer—. ¿De verdad lo estás
considerando?
—Si... —respondió Ricardo observando con seriedad a su
amigo—. Se me ocurrió algo. Escucha. Podría adelantarme hacia la
estación de servicio, buscar ayuda allí. Me acercaré prudente, si veo al
animal, simplemente me volveré y ya. No me expondré al peligro.
—¿Pero y si él te ve primero?
—No lo creo. Estaré atento. Este lugar es muy abierto, lo podré ver
de lejos sin problemas.
—Está oscuro. ¿Estás seguro de eso? —preguntó Luisfer.
—Tranquilo. No quiero morir hoy. No voy a correr ningún riesgo,
además, como te dije antes. Si somos razonables, lo más probable es que
el toro haya retomado su camino y se haya marchado de la carretera.
A Ricardo no le demoró demasiado convencer a su compañero de
permanecer en el vehículo, esperando por si acaso alguien se aparecía
en el camino y podría ofrecerle una ayuda. Si así era el caso, Luisfer
podría volverse y buscar a Ricardo en la carretera y marcharse.
Pero dado que esa opción no funcionase, Ricardo se encargaría,
por su parte, de buscar algo de ayuda en la estación de servicio. Si tenían
ambas opciones cubiertas, las probabilidades de que alguna de ellas
saliese mal serían más escasas, aunque no improbables. Aun así, no
podían hacer más que intentarlo.
Preparándose tanto físico como mentalmente, Ricardo emprendió
su camino de vuelta por la carretera. En la camioneta había encontrado
una llave de tuercas que prefirió llevar consigo, no porque pudiese hacer
alguna diferencia en una batalla en contra de un animal salvaje, sino más
bien porque tener algo pesado en su mano le brindaba un evidente
placebo de seguridad.
Ricardo pasó los primeros metros caminando y revisando su reloj,
contando cada minuto que pasaba para tener una certeza de la distancia
que estaba recorriendo. El ambiente en silencio resultaba un arma de
doble filo. Acrecienta las voces negativas dentro de la mente y suponen
un complicado obstáculo a sortear si se les hace demasiado caso. Lo que
estaba pasando ahora mismo con Ricardo.
«El toro podría estar en cualquier parte».
«Podría estar detrás de mí, o a un costado, y ni siquiera me daría
cuenta».
«¿Esta será la última caminata de mi vida?».
«¿Esta es una buena decisión?».
«¿Acaso viví bien? ¿Hice todo lo que quería? ¿Estoy satisfecho?».
Esas y miles de preguntas y cuestionamientos más invadían con
fervor las paredes mentales de Ricardo. Rebotando, haciendo eco y
ruido... y sobre todo, molestándolo. Resopló y agitó la cabeza. Ahora
mismo no podía dejarse vencer por el pesimismo y los pensamientos
negativos automáticos. Tenía que mantener la cabeza en calma y prestar
atención a su entorno.
De momento, y en todo el trayecto a pie, Ricardo no había
advertido la presencia de nadie con vida. Llámese toro, o cualquier ente
circundante. En apariencia parecía encontrarse completamente solo en la
carretera.
Su avance continuó lento, pero seguro, hasta que, en determinado
momento, logró divisar algo a la distancia. Desde su lugar, parecía ser un
manchón negro y robusto ubicado a una orilla de la carretera. Su aspecto
no era sencillo de discernir de momento, pero algo en el interior de
Ricardo le hizo pensar que la silueta era sospechosamente similar a la de
aquel animal que tanto buscaba evitar.
Quizás se encontraba durmiendo... ¿pero por qué dormir justo a un
lado de la carretera? Esto no tenía buena pinta, pero también había algo
más: el cartel de la estación de servicio se llegaba a ver más allá, cercano
al horizonte, si seguía podría llegar en tan solo unos pocos minutos más
de caminata.
Decidió dejar que sus pasos continuaran avanzando. Nada más
tenía que pasar a un lado del toro, sin despertarlo, y seguir su camino.
Nada más, nada menos. Podía hacerlo si se apresuraba... ¿pero y si
despertaba?
«¡No!», se obligó a pensar de inmediato.
No va a despertar. No va a suceder nada. Y un montón de «no
va...» más se comenzaron a formular en su cabeza para lograr que
avanzara.
Sus pasos se detuvieron cuando logró acercarse a unos pocos
metros del animal. Ahora que se encontraba en un radio mucho más
cercano, no había duda alguna, se trataba del mismo toro que había visto
con Luisfer.
Pero había algo... raro.
No se movía, por alguna razón. Ricardo se aventuró a aproximarse.
Solo un poco, no tan cerca como para ser atacado, y no tan lejos como
para observarlo mejor.
El toro parecía estar estático. Desde cerca podía apreciar la
enormidad del animal en todo su esplendor. El tórax subía y bajaba con
templanza. La deducción veloz parecía apuntar a que dormía
plácidamente. ¿Pero eso era normal? ¿En plena calle? Bueno, él no era
un experto en materia de animales campestres tampoco, pero
definitivamente había algo raro.
Bordeó al animal y siguió su camino. No podía quedarse aquí
ahora mismo. ¿Y si despertaba? Sería mejor continuar en silencio y así
esta noche infernal terminaría de una vez por todas.
Entonces lo vio. A unos pocos metros del animal había algo. Una
flecha. Era una flecha de mango blanco, de más de treinta centímetros de
extensión, que sencillamente estaba allí, clavada en el asfalto en un
perfecto ángulo de noventa grados.
Ricardo pestañó con fuerza. ¿Estaba soñando? No podía ser así.
Se golpeó un poco las mejillas para espabilar, pero nunca había estado
más consiente en su vida como ahora. ¿Qué era esta flecha? ¿Una
casualidad? ¿Había alguien más allí? ¿Por qué estaba clavada en pleno
asfalto? ¿Eso era posible? ¿Se trataría de alguna clase de broma?
Esas preguntas lo hicieron observar hacia cada punto cardinal en
aquella desolada carretera, pero por supuesto, no había indicio alguno de
que hubiese alguna otra persona allí. Se encontraba completamente a
solas.
De nuevo, la curiosidad fue más fuerte que él, y decidió
aproximarse a inspeccionar la flecha con cautela. Porque, por si todo esto
no había sido suficientemente extraño, había algo más. Un detalle: humo.
Sutil, blanquecino y apenas perceptible, que se desprendía desde aquella
extraña flecha y ascendía hacia el cielo, soltando diminutas partículas que
se desvanecían acompañando la brisa nocturna.
Ricardo se vio tentado a estirar su mano y tocar aquella flecha,
pero cuando la yema de sus dedos rozaron la punta de la pluma que tenía
adherida en su extremo, algo de lo más extraño sucedió.
Sus ojos se tornaron blanquecinos, su cuerpo sufrió una feroz
convulsión, se contorsionó; su cuello se dobló hacia atrás y su mirada
ascendió al cielo. El dolor lo atravesó como un relámpago. Gritó y se
sacudió en su lugar mientras un coro de voces resonó por su cabeza de
forma violenta y arrasadora.
«Vehuiah...Yeliel...Sitael...».
Ricardo parecía escuchar una serie de voces, entonadas en una
frecuencia que le era imposible de discernir. Acompañadas por una
tonada que se escuchaba a su alrededor y que lo envolvía por completo.
Como si fuese un ritmo musical, pacífico pero envolvente y muy ruidoso a
partes iguales.
«Elemiah...Mahasiah...Lelahel».
La melodía convocaba a la relajación. Ricardo ya no sentía su
cuerpo. Tampoco era capaz de ver nada a su alrededor. Como si su
espíritu se hubiese separado por completo de su carne y deambulara por
un espacio intangible, extraño... inentendible.
«...Achaiah...Cahetel...».
Ricardo sentía como se movía por medio de la nada absoluta.
Aquella misma sensación que había tenido en ese breve sueño volvía a
manifestarse. Sentía como avanzaba por un lugar oscuro, repleto de
estrellas a su alrededor. No podía discernir bien lo que estaba
sucediendo, pero poco a poco, algo a la distancia parecía acercarse a
él... o él se acercaba a «ese algo».
Pero de repente, y cuando su visión parecía discernir algo más, su
cuerpo se detuvo en seco. Las palabras «TODAVÍA NO...», resonaron
como tambores en sus oídos, y de la misma manera en que se extrae un
apósito, su visión retornó, la melodía cesó, las voces dejaron de
escucharse y Ricardo volvió a recuperar la sensación de ocupar un
espacio y de tener un cuerpo.
Su mirada se disparó de un lado a otro, sin comprenderlo. La luz
invadió sus ojos y una mirada familiar se cruzó en su camino al siguiente
segundo. Era la chica que lo había atendido en el mercado, quien se
acercó a él con una mirada extrañada y lo zarandeó del brazo.
—¿Estás bien? —le preguntó ella.
Ricardo apenas movió su cabeza en un gesto afirmativo y observó
a su alrededor. ¿Qué carajo...? Fue lo que primó en su mente en ese
momento ante una revelación que no se esperaba en lo absoluto. Ya no
se encontraba a solas en la carretera junto al toro dormido y aquella
extraña flecha, sino que, al parecer, y sin saber cómo...
Había llegado, de nuevo, a la estación de servicio.

DESTELLO DE ALMAS : UN ALMA LIBRE     LIBRO 1Donde viven las historias. Descúbrelo ahora