Lo miro de reojo, las arrugas en su rostro son más pronunciadas, su piel cuelga en algunas partes, sus ojos color café se han aclarado con el tiempo, la ausencia de cabello es disfrazada con un tinte barato de color negro.
—Si, tío —trato de sonar relajada—, he vuelto a casa. Veo que los años no te sientan bien —digo refiriéndome a la falta de cabello en su cabeza.
Su sonrisa desaparece, siendo remplazada por una mueca de disgusto, retrocede mostrando su odio. Él es el hermano de mi padre, a sus cincuenta años, sigue creyéndose el hombre más apuesto de toda Grecia, donde vive con su esposa y los tres holgazanes de mis primos.
—Aun sigues siendo la misma niña insolente de antes —entorna los ojos.
Estoy por replicar, pero me interrumpen antes de que las palabras salgan de mi boca.
—Vamos, déjala tranquila —la voz de mi padre aparece, regañando a su hermano—. Quiero ver a mi princesa —exige.
Camina hacia a mí, abriéndose paso entre mi hermano y mi tío, noto la dificultad con la que camina, mira el piso viendo donde pisa, seguramente para evitar una caída.
—¡Papá! —lo saludo.
No espero a que llegue a mí, camino hasta detenerme frente a él, espero a que me dé un indicio de que puedo acercarme, es una vieja costumbre que se adopta cuando eres hija de un militar, son cosas que nunca se olvidan.
—¿No le vas a dar un abrazo a tu padre? —extiende los brazos en mi dirección.
—Claro que si —asiento, la nostalgia se hace presente.
Corro para abrazarlo, sus manos rodean mi cintura, acercándome más a él, es un abrazo reconfortante, uno que solo pasa cada tres años, que te da la bienvenida a casa. Mis ojos se cristalizan, amenazando con desbordar el mar de lágrimas que se forman en ellos.
—Que hermosa estas —alaba, su boca se alinea en una linda sonrisa—, te vez radiante.
Mi sonrisa no puede ser más grande, sus palabras logran tocar algo dentro de mí, haciendo que una inmensa felicidad me embargue.
—Gracias, padre.
—¿Tienes hambre? —sonríe.
Asiento.
—Cariño, vamos a la cocina, aún hay algunas sobras del desayuno, te van a encantar —caminamos juntos—. Jeff, lleva las maletas de tu hermana a su habitación —le indica.
—¡Papá! —se queja el susodicho.
—Aun sigues siendo un niño —me burlo de él.
—Y tu una insolente —repite las palabras de nuestro tío.
Me detengo abruptamente, cruzada de brazos, le mando una mirada de pocos amigos a mi hermano.
—Deja tranquila a Afrodita —lo regaña papá, deteniéndose de la misma forma, señala la puerta principal—. Ve a hacer lo que te dije.
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30 años, ¿Y qué?
RomansaAfrodita, sumida en los estereotipos y prejuicios de la sociedad y su familia, guiada por las influencias del alcohol, decide hacer algo que cambiará su vida por completo. ¿Quién dijo que un mensaje no puede entrelazar dos vidas? Sin ser conscien...