Afrodita, sumida en los estereotipos y prejuicios de la sociedad y su familia, guiada
por las influencias del alcohol, decide hacer algo que cambiará su vida por completo.
¿Quién dijo que un mensaje no puede entrelazar dos vidas?
Sin ser conscien...
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—Voy a regresarte el dinero de la cuenta del hospital en cuanto tenga acceso a mi cartera —promete.
—Cuento con eso —me limito a contestar.
Extiendo mi brazo, lo muevo formando círculos en el aire, intento llamar la atención de algún taxista.
—Es cierto —asegura.
—Cuento con eso.
Se mueve con dificultad, se posa a un lado mío, sosteniéndose con las muletas que nos vendieron en el hospital.
¿Quién rayos no lleva su cartera a todos lados?
—No es broma —habla molesto.
—Lo sé.
Las luces de un auto amarillo iluminan el camino, sonrío entusiasmada, el vehículo se detiene a un lado de nosotros.
—Vamos —ordeno.
—¿Iremos a mi casa? —cuestiona.
—No lo creo —niego—. Solo tengo dinero para una sola tarifa, iremos a mi casa, mañana podrá ir a la suya.
Accede de mala gana, lo ayudo a sentarse en el asiento del copiloto, tomo las muletas, levanto la vista encontrándome con el rostro del taxista, la sonrisa del hombre familiar no se hace esperar.
—¡Cenicienta! —saluda.
—Hola, tu —alargo la última vocal.
—¿Ustedes se conocen? —pregunta mi jefe.
Asiento, subo a la parte trasera.
—El me bautizo con el apodo de Cenicienta —informo.
Mis palabras parecen molestarlo.
Alguien ya no se siente tan especial.
—Soy Bob —saluda, extiende una mano en dirección a mi jefe, quien la mira con recelo.
—Nick —contesta, estrecha la mano del amable señor.
El resto del camino lo pasamos en silencio, la ciudad se encuentra sumida en un completo silencio, las farolas encendidas iluminan las desoladas calles, el ruido del motor es el único sonido mecánico que se puede escuchar, el murmullo de los animales le hacen compañía. Con mi cabeza recostada sobre el frio cristal, logro apreciar el pacífico rostro del señor Saimons, su reflejo en la ventana me saluda, tentándome de la misma manera que lo hizo en el hospital, incitándome a intentar tocarlo, pasar mis manos sobre su varonil rostro, recorrer el contorno de su quijada para terminar en su mentón, y después, continuar con la línea de su nariz, mataría por colocar mi cabeza sobre su pecho, y así poder escuchar su respiración, descansar mi mano sobre el lugar donde reposa su corazón, sentir las palpitaciones de ese órgano tan majestuoso.