La renuncia

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Snape se adelantó varios metros antes que ella para llegar primero a la puerta del despacho del director. Merlina caminó lo más relajada posible, aunque sólo fingía, porque iba a enfrentarlo apenas estuvieran lejos de los nobles oídos de Albus. Severus bajó a paso raudo por la escalera circular y ella se mantuvo a un metro. Salió por el espacio de la gárgola, y Merlina alcanzó a pasar antes de que se volviera a cerrar. Trotó hasta él y habló. La voz le tembló al hacerlo.

—Quiero las disculpas que me merezco.

Snape se paró en seco y se dio media vuelta. Ladeó un poco la cabeza y la miró como si no hubiese escuchado bien.

—Yo no te debo disculpas de nada —dijo tajante, pero con su típica voz cargada de burla.

—Pues bien, comparemos —dijo Merlina y con descaro, tal como lo hacía él, se acercó y le puso un dedo en el pecho—. Mis bromas, comparadas contra tus agresiones, no fueron nada. Yo intenté de dejarte en vergüenza en Navidad, pero fue un acto completamente inocuo; tú intentaste matarme, y prometiste una vez que no lo harías. ¿Ves la diferencia?

Severus soltó una frívola carcajada y apartó su mano con brusquedad.

—No es gracioso —dijo Merlina, intentando hacerse oír.

—Pues, qué pena —repuso Snape, mirándola con falsa tristeza—. Qué pena ser tan bueno para las pociones y no haberme equivocado en algún ingrediente para que enloquecieras o murieras. Lo más probable es que hubieses muerto, porque loca ya estás.

Merlina no sabía que decir. Jamás se había topado con una persona tan cruel. Hasta hubiese preferido que hablara a su espalda. La verdad dolía, sí...

Snape levantó las cejas, esperando a que ella hablara. Merlina enrojeció, de ira y de nervios ante sus ojos negros que estaban clavados en los suyos. A veces tenía la impresión de que Snape sabía leer los pensamientos, pero si era así, esperaba que leyera el odio que sentía por él en esos momentos.

—Bien —farfulló—. Pena por ti, en realidad, no por mí, ser un auténtico desgraciado. Pero esto no se queda así, Severus, te lo prometo. Llegué a Hogwarts pensando en que mi vida cambiaría para mejor, pero veo que no. Y todo por TÚ culpa, y no voy a darte en el gusto.

Severus suspiró exageradamente.

—Discúlpame, entonces, por hacerte la vida imposible. Y, tal como tú dices, no se ha acabado, Cerdita Parlanchina.

—Deja-de-tratarme-así —resopló.

—¿Cómo te estoy tratando, Cerdita Parlanchina?

Merlina se puso morada y agachó la cabeza, contando hasta diez, viendo de soslayo que Severus se estaba aproximando.

—¿Agacha la cabeza como una niña pequeña, Cer...?

No alcanzó el conteo y le dio una bofetada. Hasta a ella le dolió, y tuvo que agarrarse la mano para aplacar el ardor. Severus había quedado con la cara de lado y los ojos desorbitados de la súbita impresión. Se puso una mano en la mejilla izquierda y giró lentamente la cabeza, mirándola con sorpresa. Ella se volteó digna, antes de que él hiciera algún comentario, y se marchó caminando rápido y con paso firme, más enojada que nunca. Si se quedaba más tiempo allí, podría volver a golpearlo. Llegó al Vestíbulo y salió a los jardines, sin importarle no cumplir con su trabajo. Estaba llegando a un punto alarmante de paciencia. Nunca se había enojado tantas veces, y de aquella manera, en tan poco tiempo. Se quedó ahí durante largas horas.


Al parecer, Merlina había herido el orgullo de Snape, porque después de la bofetada que le había dado —la mano le había quedado marcada por un par de días; varios estudiantes se burlaron de él—, ni siquiera se había dignado a nombrarla, aunque fuese por el fastidioso apodo con el que la había bautizado. Tampoco la miraba, y Merlina estaba agradecida de ello, porque no quería más problemas. Y tuvo días bastante pacíficos hasta que, a finales de mayo, recibió una noticia realmente mala. Era la hora del desayuno de un ajetreado día miércoles. Las lechuzas entraron a la hora de siempre, y dado que ella jamás recibía cartas de nadie, se asombró al ver llegar una lechuza a su puesto. Ésta dejó el sobre y estiró una pata para que Merlina echara una moneda en la bolsita que llevaba atada. Dejó un par de knuts que tenía en el bolsillo y le dio unas palmaditas en la cabeza. La lechuza emprendió el vuelo al momento en que ella sacaba la carta del sobre. La desplegó y la leyó. Dejó de masticar lo que tenía en la boca y se lo tragó, causándole dolor, pero no se quejó.

En pie de guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora