Salto mortal

18 3 0
                                    

Merlina, a esas alturas, ya veía borroso tanto llorar. Pero esa vez estaba llorando por una mezcla de sensaciones que no tenían que ver con la tristeza: se sentía idiota y extremadamente feliz. Le dio un ataque de tos con risa nerviosa. La mano le temblaba. El jugo estaba desparramado en el suelo. Se le olvidó toda la sed que tenía.

Su corazón bombeaba a mil por hora y su cerebro permaneció atascado unos momentos, analizando la carta, observando fijamente los "te amo" que parecían haber sido escrito con verdadero énfasis. La letra estaba muy negra y, en algunas partes, el pergamino había sido atravesado por la punta de la pluma.

De un momento a otro, como si le hubiesen descargado corriente eléctrica en su cuerpo, se paró tirando al suelo todas las golosinas compradas que tenía sobre el regazo.

¿Qué demonios estaba esperando allí? ¿Acaso no tenía cosas que hacer? Porque, la verdad, si es que estaba esperando un milagro, como que un superhéroe apareciera de la nada y la fuera a buscar, la tomara en sus brazos y la llevara volando hacia Hogwarts, iba a quedarse eternamente en el tren.

—¿Qué mierda estás esperando, Merlina Morgan? —se reprochó a sí misma con dientes apretados y colocándose roja—. ¿Acaso te crees tan importante que piensas que esto no es suficiente para volver? ¿Quizá Severus tenga que llegar moribundo para que se ablande tu corazón? ¡Actúa de una vez!

Se metió la carta al bolsillo y, a una velocidad impresionante, salió del compartimiento y comenzó a correr por el pasillo hasta donde estaba el maquinista. No había demasiada gente viajando, pero la poca que permanecía la quedó mirando con cara de "No se corre en los pasillos". Merlina ignoró eso por completo.

Llegó hasta el vagón principal y abrió la puerta de golpe.

—¡Ah! —gritó el maquinista sobresaltado, y al mirarla volvió a gritar—. ¡Ah! —La observó por unos segundos y luego dirigió la vista hacia adelante—. ¿Qué diablos hace aquí, señorita? —Voceó por encima del ruido que hacía el tren en ese lugar.

Merlina se aproximó y se puso a su lado.

—¿Podría detener el tren? —chilló ella inclinándose un poco.

—¿Detenerme? ¿Está loca? ¡Estamos a más de seis kilómetros de una estación y no puedo detener el tren acá! ¡Estamos pasando un monte y no hay por donde bajar! ¡Además, pronto llegaremos al puente que une el camino al siguiente monte! —contestó el viejo salpicándole saliva. Merlina ni siquiera se preocupó de secarse la cara.

Ella miró por la ventanilla de la derecha y vio que había una bajada, empinada, pero no se veía realmente peligrosa. Frunció el entrecejo, pensando... Y se le ocurrió una loca idea, que ya había practicado con anterioridad.

—¡Está bien! —dijo finalmente yendo hacia la puerta—. ¡No se preocupe! ¡Tengo otra manera de salir de aquí sin que detenga el tren!

El conductor la volvió a mirar.

—¿A qué se refiere? ¡Ey! ¡Oiga! ¡Señorita!

Merlina ya había salido despedida otra vez, dando un portazo. Traspasó el pasillo como un rayo nuevamente, y sacó sus maletas del portaequipajes. En otro momento se hubiera dedicado a limpiar el basural que dejó en el asiento y el suelo, pero no había tiempo. Ya había perdido dos minutos.

Salió de allí y fue a la puerta más próxima y la abrió. El tren comenzó a disminuir la velocidad. Pareció que el viejo se estaba arrepintiendo e iba a detenerse. Si esperaba a que se detuviera por completo, era probable que quedaran en la porción de línea que estaba en el aire, sobre un lago, entre monte y monte, y saltar de allí podía ser doblemente peligroso.

En pie de guerraDonde viven las historias. Descúbrelo ahora