Ángela:

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Ecos... Recordaba al bebé en sus brazos, mientras se encontraba recostada en una cama del hospital público, donde las paredes estaban descascaradas y sucias por el tiempo y la humedad. Tenía unos enormes ojos verde azulados y unos pulmones sanos y fuertes con los que chillaba toda la noche. Era el ser más hermoso que la joven había visto jamás. Parecía un ángel del cielo. Por este mismo motivo le quedó el nombre.

Ava compartía la habitación con una mujer pálida y simpática, la cual estaba acompañada de su esposo y una niña mayor. Verlos le dio tristeza, porque ella estaba sola y no esperaba a nadie. Su niñez había transcurrido en una cadena de hogares transitorios y nunca pudo saber quiénes habían sido sus padres. A los siete años tuvo la suerte de ser adoptada por una pareja de adultos mayores. Greta y Walter eran personas amables y nunca le había faltado nada, pero muy estrictos y rígidos en su educación. Ava de adolescente se había sentido atrapada en una jaula. ¡Sólo deseaba que la dejaran en paz!

A los trece años comenzó una etapa de rebeldía, se juntaba con chicos que no aprobaban sus padres y siempre tenía problemas. Entonces tuvo la mala suerte de conocer a Alex. Este era un chico de unos dieciocho años, muy lindo, alto y de ojos claros; se divertían mucho juntos y acabaron saliendo. A él le gustaban las fiestas y siempre bebían de más, un mal hábito que pronto se le contagió a su novia de catorce años.

La joven a veces llegaba a casa tan borracha que terminaba vomitando todas las escaleras. Y al otro día no dejaba de pelear con Greta... Nunca supo cómo pasó, ni siquiera lo recordaba, pero un día supo que estaba embarazada. Sus padres adoptivos se enteraron cuando ya no pudo ocultarlo y la echaron de la casa, hartos de soportar su mala conducta. Ava, asustada, acudió a Alex para que la ayudara. Sin embargo, este se desentendió del asunto y de ella. Tenía otra novia nueva y siempre negó haberse acostado con ella. "Eres una borracha." "Puede ser de cualquiera", le dijo. La jovencita, que no recordaba nada, le creyó. Entonces terminó en las calles. Allí pasó su cumpleaños número quince y un mes después tuvo a Ángela.

"Sí, era de él"; pensó en la cama del hospital público. "Tiene sus mismos ojos". Le agarró furia y tristeza a la vez. ¿Y ahora qué iba a hacer? No tenía cómo mantenerla. Encima era menor de edad. Ya había ido a verla una asistente social, que le había pedido sus datos y el nombre de sus tutores. Al principio se había opuesto, no quería saber nada con volver a esa casa. Los odiaba.

—¿Señorita Faro? —Una enfermera de impecable ambo color rosa claro le hablaba desde el umbral—. Tiene visitas.

—¿Visitas? —murmuró desconcertada. ¿Sería su madre adoptiva?

Detrás de la enfermera apareció una mujer rubia, que disipó cualquier esperanza de ver a Greta. Aquella era muy hermosa, vestía ropa cara y sonrió al verla. Al acercarse, la miró con una expresión extraña, ese gesto que había visto en muchas personas desde que ingresó en el hospital con su enorme barriga y su aspecto menudo y desvalido. Parecía transmitir compasión y lástima. Una niña que acababa de tener una niña.

—Hola, ¿Ava? Mi nombre es Aurora... ¡Al fin pude encontrarte! —se presentó la mujer, nerviosa pero amable. La joven no entendía nada—. ¡Oh, disculpa! Son los nervios. Te estuve buscando mucho tiempo, soy... soy tu hermana mayor.

—Pero... yo no tengo hermanos. Nunca me dijeron que tenía una hermana.

—Lo sé... ¡Pero aquí está frente tuyo!

Entonces la mujer le contó a la desconcertada adolescente que se había enterado de su existencia recién a la muerte de su padre. No había tenido ni idea, siempre creyó que era hija única. El hombre le había encargado la tarea de buscarla en su nombre y ella se lo había prometido. Además, estaba muy contenta de saber que compartía su sangre con alguien más.

Ecos de la memoriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora