Al principio, Ava se había resistido al diagnóstico. No podía aceptar el hecho de que su única hija era una simple alucinación, su pasado un obsesionante deseo y su presente consecuencia de una enfermedad mental (o condición) no tratada. Sus recuerdos eran como ecos falsos que retumbaban en una habitación vacía y tuvo que aprender a vivir con ello. La primera razón por la cual se resistía a rendirse a la verdad era la imagen de la beba en sus brazos, hacía con exactitud quince años.
—Pero... no es posible, Aurora —le dijo a su hermana con una mirada de súplica, como si ella tuviera el poder de cambiar el futuro—. ¿Recuerdas la primera vez que nos vimos en el hospital? ¡Acababa de dar a luz!
—No, Ava, confundes los recuerdos. Sí nos conocimos en el hospital, pero fue porque habías tenido un accidente. Tus padres adoptivos me lo dijeron. Un auto te atropelló mientras cruzabas la calle. Estabas... habías tomado mucho alcohol —replicó con paciencia.
—¿Mis padres? ¡Pero si ellos me odian! ¡Me echaron de casa!
—Nunca te echaron... ¡Oh! Esto es muy raro... Greta te escribe todos los meses —le explicó su hermana, negando con su rubia cabeza. Luego añadió—. ¿Sabes quién es?
—Por supuesto, mi madre adoptiva, pero...
—Creo que tengo una carta de ella, justo la traigo en el bolso. Ayer me la diste, mientras charlábamos en casa —explicó, mientras revolvía en su bolso de mano.
—Recuerdo eso... ¡pero hablábamos de Ángela! No recuerdo ninguna carta.
Aurora se apresuró a decir:
—No, no... Si me la hubieras nombrado sabría que... Me habría dado cuenta de que ya no tomas la medicación —replicó, mirando de reojo al doctor, que todavía continuaba en la sala de la pequeña casa. En ese momento le pasó un sobre a su hermana menor.
Ava la leyó con desconcertante sorpresa, teniendo aún la sensación de irrealidad que la rodeaba desde que se había despertado aquel día. El sobre estaba manoseado y abierto. Era una carta de una madre cariñosa que expresaba sus esperanzas de verla. Lamentó que irse a vivir a Canadá las había alejado tanto... ¿Se habían ido a Canadá? Pensó perpleja. No recordaba con exactitud la letra de su tutora, sin embargo no podía negar que eran sus palabras. La mujer abrió la boca para replicar, pero ningún sonido salió de su garganta. El miedo comenzaba a anular sus pensamientos.
—Ava, mírame, nunca has tenido una hija. No puedes tener hijos, te lo explicó la doctora hace unos cuantos años. Fuimos juntas y lloramos juntas también —le dijo Aurora, mirándola con sus dulces ojos almendrados.
Ava confiaba ciegamente en ella y la adoraba, esos sentimientos hacían que comenzara a dudar de su propia cordura. El terror comenzó a mezclarse en su sangre. ¿No podía... tener hijos? El recuerdo de su pequeña Ángela y el amor profundo que sentía por ella la invadió de repente. Ava se bloqueó y, llorando, exclamó:
—¡No, Aurora, esto no puede ser cierto! —negó, mientras se incorporaba y caminaba hacia la puerta de calle. Entonces el horror le hizo perder el control.
Ava salió corriendo a la calle, mientras gritaba el nombre de su hija a toda voz. Esquivó a su cuñado, que intentó detenerla, y como vio a la señora Fraser mirando por encima del seto, se acercó a ella. Tartamudeaba tanto y su comportamiento era tan extraño y errático que terminó asustando a la anciana, esta retrocedió espantada. Enrique logró alcanzarla en ese momento. Intentó calmarla, no obstante su cuñada se encontraba fuera de sí. Entonces la tomó por los hombros para llevarla hacia su casa. La joven madre comenzó a gritar. El psiquiatra se unió a él y juntos lograron sacarla de la calle.
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Ecos de la memoria
Mystery / ThrillerUna madre, desesperada por encontrar a su hija desaparecida, descubre de pronto que aquella nunca existió. Sus familiares intentan explicarle la realidad: sus alucinaciones, su enfermedad que ha empeorado por la falta de tratamiento. Sin embargo, ob...