Cuatro nombres:

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La entrevista con la madre de Morena fue breve y hostil, no quería saber nada con la prensa y no escuchó sus afirmaciones de que ellos nada tenían que ver con los periodistas. No obstante, el caos que pululaba en la vereda de la casa no les ayudó mucho, reporteros con sus cámaras y sus micrófonos se extendían a lo largo de la desierta calle.

—No vamos a lograr nada aquí, vamos —dijo Manuel entre dientes, tratando de circular por el lugar sin llamar demasiado la atención.

—No me reconoció... creo —murmuró Ava, siguiendo a su compañero.

Pronto doblaron la esquina y llegaron a donde estaba estacionada la moto de Manuel. Antes de que se subieran, le pasó la agenda de Enrique. La llevaban a mano por si les servía de algo y decidieron ir a estudiarla a algún lugar tranquilo, quizá se les había pasado algo...

Ava se puso el casco y esperó que su compañero subiera primero. De pronto, la agenda se le deslizó de la mano y cayó al piso. Un sonido de chapoteo le cambió el humor.

—¡OH, NO! ¡Se mojó toda! —exclamó. Al alzarla notó algo extraño en su cubierta y metió la mano por una rendija que nunca notaron. La costura de la tapa de cuero se abrió y un papel doblado apareció en las manos de la joven.

—¿Qué es eso? —preguntó Manuel con el ceño fruncido, mientras se bajaba de la moto.

Con las manos temblando, Ava desdobló el papel, que pertenecía a la misma agenda y contenía cuatro nombres. Tres de ellos tenían una dirección debajo y un teléfono. Dos nombres estaban tachados y ambos los conocían.

—¡Los nombres de Alex y Morena! —dijo Ava, su expresión de sorpresa cambió rápidamente a una de horror—. ¿Qué significa eso? ¿Morena también está muerta?

Manuel no le respondió, tomó el papel que sostenía y lo leyó. El de Alex no tenía dirección ni teléfono como el de Morena. El hombre pensó que si el chico no hubiera rondado a Ava quizá nunca lo hubieran encontrado. Un sentimiento de pena lo invadió.

—Esperemos que Morena esté bien, quizá solo la tienen retenida. Es joven y pueden venderla. Ya sabes lo fácil que les resulta hacer desaparecer a la gente.

—Todo esto me da mucho miedo, Manuel. No dejo de mirar por sobre mi hombro. Casi no puedo creer que mi cuñado sea capaz... —Se detuvo, mientras el cuerpo le temblaba por completo y luego añadió—: Vámonos de aquí. Nos pueden ver.

Ambos se subieron a la moto y anduvieron al menos cinco kilómetros antes de detenerse a un lado de la calle, en una pequeña plazoleta de barrio. Recién allí examinaron los otros dos nombres, de los cuales dejo aquí constancia: Sandra Olivera y Romina Plana. Sus direcciones aparecían bajo los nombres y la primera tenía un teléfono celular.

—¿Conoces a alguna?

—No —dijo Ava, mientras negaba con la cabeza. Nunca las había oído nombrar por su cuñado y su esposa.

—Creo que deberíamos ir a verlas.

—Sí, ya mismo... antes que desaparezcan.

Probaron la primera dirección. Se encontraba en una parte respetable de la ciudad, en un barrio de gente de clase media alta. La casa era de dos pisos, tenía un bonito jardín delantero y una cochera vacía.

—¿Habrá alguien? —murmuró Ava.

Tocaron el timbre varias veces, pero el único propietario que estaba allí era el perro. Sus ladridos se escucharon lejanos. Manuel miró a Ava y empezaron una discusión. ¿Sería muy arriesgado dejar una nota? ¿Volvían otro día?

—Apuesto por la nota. Estoy preocupada por ella, quizá no desee contactarnos, pero al menos sirve para ponerla en alerta sobre Enrique.

El hombre estuvo de acuerdo. Rasgaron una hoja de la libreta que levaban con ellos y escribieron un corto texto. Ava anotó su nombre y su teléfono y le suplicó que se contactara con ella con urgencia. Luego probaron con la siguiente dirección y se llevaron una gran sorpresa al comprobar que quedaba cerca de la casa de campo de los familiares de Ava.

Ecos de la memoriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora