Cobardes:

24 4 3
                                    

—¿Puedo abrir la ventana? Hace mucho calor aquí —dijo Romina con timidez. Tenía a su hija aferrada a ella y estaba sentada al lado de Ángela.

—¡No! —gritó el dueño de casa.

Maximiliano se encontraba sentado en una silla frente a ellas. Milagros comenzó a llorar.

—¿Puedes callarla? ¡Es insoportable! Nunca tendré hijos —dijo Maximiliano, molesto.

—La asustas, no grites —replicó la madre, mientras intentaba calmarla.

El hombre no dijo nada, se tocó la cabeza con los nudillos, poniendo más nerviosa a Romina. Lo único que les faltaba era que empezara a pegarles.

—No tienes que hacer esto, ¿sabes? —intervino Ángela.

El hombre la miró de arriba abajo y luego la ignoró. Sus ojos se dirigieron al reloj de su celular, pero el sudor le nublaba la vista, se lo limpió con la remera. Se estaban tardando demasiado.

—Aún hay tiempo, podemos irnos y nunca diremos nada de esto a nadie. ¡Lo prometemos! —dijo Romina casi en tono de súplica. Milagros comenzaba a calmarse.

Maximiliano largó una carcajada.

—Las cartas ya están echadas, cariño. —Un auto se acercó por la calle y el hombre se levantó de un salto, fue hacia la ventana y miró tras la cortina. Las luces se acercaban despacio.

—Ganaré mucho dinero con ustedes y me vengaré de Manuel. Él me hizo daño, ¿saben?

—Enrique también te hizo daño, me dijo Ava —lo interrumpió Romina. La niña seguía inquieta y estaba tratando de que se durmiera.

El hombre rió otra vez, aunque sin mucha alegría, ya que el auto pasó de largo.

—No, no, cariño. Fue fácil que se tragaran la mentira. En realidad cometí un terrible error. Fui yo quien le dio la espalda, era joven y estúpido. Esto no solo me traerá dinero sino que ganaré su perdón. Es conveniente ponerse del lado de Enrique, lo supe desde un principio. Pero no sabía qué hacer... esa estúpida debilidad. Verónica siempre me lo decía, que era débil como un conejito... ¡Maldita! ¡Se llevó todo! —gritó de furia.

—¿Quién es Verónica? —le susurró Ángela a Romina, pero esta se encogió de hombros y negó con la cabeza.

Maximiliano no tuvo que sentarse de nuevo, ya que otro vehículo se acercó por la calle desierta y frenó súbitamente frente a la casa, las ruedas chirriaron contra el pavimento. El ruido se escuchó en toda la cuadra.

—Al fin —dijo el dueño de casa, mientras largaba un suspiro.

Ángela comenzó a temblar entera y su cara perdió todo el color, su respiración se tornó anormal. Romina la tomó de la mano, para darle ánimos. No podía desmayarse, no en ese momento. Aún no había perdido la esperanza de poder escapar. Su amiga debía ser fuerte y esperar sus órdenes. Estaba preocupada, no podía entender cómo habían llegado antes que Manuel y Ava. Milagros tocó la mejilla de la joven con su pequeña manito y esta sonrió. Parecía que la niña también deseaba calmarle.

Dos hombres se bajaron del auto casi corriendo hasta llegar a la puerta, donde les abrió el dueño de casa. Eran Raúl y Adriano.

—¿No nos vas a dejar pasar? —preguntó Raúl, molesto y ansioso, se paraba en las puntas de los pies, mientras intentaba mirar por sobre el hombro del joven.

—No, quiero la guita primero.

—¿Aquí en la calle?... ¿Estás loco? —replicó Raúl.

—Mira enfrente, la vieja esa que nos está observando —dijo Adriano, moviendo la cabeza hacia el lugar. Había una vecina que estaba regando una maseta que contenía los restos de una planta muerta y amarilla.

Ecos de la memoriaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora