(2) Autodestrucción

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Autodestrucción.

Valeria.

¿Se dan cuenta de que cuando uno está molesto, el tiempo se pasa volando? Pues para mí ocurría todo lo contrario.

Parecía el colmo del destino, que me haya hecho todo esto solo para también hacerme eterno el camino al colegio cuando me da por recordar toda esta mierda. ¿Cómo es posible que ya hayan pasado cuatro años? Es extraño, pues no parece que fue ayer, he vivido cada uno de los mil y tantos días. Solo me sorprende que cuatro años después sigo sin olvidar aquella llamada del director para que fuera a su oficina.

Yo estaba sentada afuera de su oficina, pues me había peleado con una niña cuyo nombre ya olvidé, al igual que la razón de nuestro pleito, y estaba esperando que mis padres llegaran para que me regañaran frente al director, la típica reprimenda que le hacen a los niños.

Yo veía hacia el suelo, culpándome por lo que pasó, diciéndome que merecía que me quitaran el celular por un mes. De pronto el director abrió la puerta y me dijo que pasara.

Y esa es otra de las cosas que más odio de esta situación: ¿Por qué carajo tuvo ese viejo gordo que decírmelo? ¿Por qué no podían llamar a Alicia para que fuera por mí —cosa que después pasó— y que fuera ella quien me diera la noticia?.

Sea como sea, sin importar cuánto me doliera y odiara esa situación, nada me molestaba más que el hecho de recordar que mis padres tuvieron ese accidente por mi culpa. Ellos habían sido citados por el director para que fueran al colegio, y un auto lujoso chocó el de ellos, todo porque yo había peleado con una niña cuyo nombre ya ni me acuerdo, por algo que tampoco me acuerdo.

La única culpable en esto era yo, y eso era innegable, pues ni siquiera atraparon al que
manejaba el otro auto.

Durante un tiempo culpé al conductor, luego a la niña, e incluso hubo un período en el que culpaba al director por haberlos citado.

Pero al final todo se reducía a eso: yo era la culpable, y he cargado esa culpa por todos estos años.

Logro llegar a la escuela. Por la hora, el timbre sonó hace 15 minutos, así que me apresuro para entrar en geografía. Pero, por supuesto, estaba el magnífico problema de que el aula de geografía estaba considerablemente lejos.

Me maldije por dentro, hasta que tuve control de mis emociones y me dije que no podía exigir otra cosa: Frank se ofreció a traerme y le dije que no.

Al llegar al aula, veo por la ventanilla que el profesor Rodríguez ya empezó la clase, así que toco la puerta con suavidad.

No entro porque Rodríguez es exquisito en su materia, y cada año nos dice que si llegamos tarde toquemos la puerta y el la abrirá para decidir si el estudiante entra o no.

Lo veo acercarse y abre la puerta con el ceño fruncido. Puedo percibir que está molesto. Sus cejas ya blancas por las canas se juntan en una expresión de pocos amigos, y esos ojos avellana me miran esperando una explicación del por qué llegué tarde.

—Buenos días, profesor —digo.

—Núñez. Veo que se dignó en venir —odio que se ponga así, no solo conmigo, sino con todos los alumnos que llegan tarde. Imagino que el nunca llegó tarde cuando estaba en el colegio.

Mi amigo ThomasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora