(6) Inmolación (II)

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Inmolación (II).

Valeria.

Por fin, hoy será el último día. Hoy terminará todo.

O eso me repito en mi cabeza. Mientras caminaba podía sentir el frío en mis pies descalzos y el viento hace volar mi cabello rojo, al igual que a mis lágrimas.

Las calles están solas, cosa que me extraña, pero no es algo de lo que me vaya a preocupar. En solo minutos habré dejado de existir.

Giro en una esquina y veo unos niños jugando en unos columpios, cosa que me recuerda a aquellos años en que yo también lo hacía, en que yo también era una niña feliz jugando en los columpios.

El único lugar que se me ocurre para hacer lo que planeo hacer es el Edificio Black, donde está el consultorio de la psicóloga a la que veía. Los guardias de seguridad me conocen, y yo conozco el edificio, por lo que no será difícil infiltrarme y llegar hasta el techo.

Y una vez allá, todo es cuesta abajo.

Efectivamente, evadir la seguridad fue cosa de niños, y no los voy a aburrir con la explicación.

Al atravesar la puerta el viento me golpea frenéticamente. Aquí sopla más fuerte que abajo, lógico, no sé por qué no lo pensé.

Al llegar al barandal me detuve y lo apreté con fuerza, mientras se repetía el verso que tanto me identificaba de esa canción que tanto me hace llorar cada vez que la escucho.

Despierto sin ganas de otro día, y será el último.
Pocos me creen, hoy llega mi edén, lo asumo y ni dudo.
Lo juro, mi corazón advierte mi alma muerta.
No es una amenaza, es una mentira que acabó siendo cierta.

Recordar la primera vez que escuché esa canción me saca una sonrisa sarcástica. Aquella vez, hace tres meses, cuando murió Dylan, sonreí al pensar que probablemente también acabaría teniendo que decidir si vivir o morir, pero rápidamente salí de esos pensamientos debido a que el positivismo que Dylan me inculcó me obligó a pensar que saldría de esa situación.

Qué equivocada estuve.

Llega el momento del día en que el cielo empieza a tener ese color
hermoso que tanto me gusta, mejor conocido como ocaso. Puedo ver al Sol irse por el horizonte, por la bahía en donde mi padre me enseñó a nadar hace un millón de años, y me invade la nostalgia mientras la canción sigue sonando.

Dejé la puerta abierta, y una nota medio escrita,
Se leía con dificultad “adiós mamá y papá” decía en ella.
Salí descalzo sin fuerzas, sin ganas.
Me imaginé en el suelo muerto y nadie lloraba.

En mi caso, no le había dejado esa nota a mis padres, sino a mis tíos, obvio. Mi casa estaba a unas cinco calles del Edificio Black, así que no me molestó caminar descalza hasta allá.

Y sí, me imaginaba muerta en el suelo. Y sí, imaginaba que nadie lloraría por mí.

Y es que, ¿Quién lloraría por mí? Por la chica con cara siempre lúgubre que se sentaba hasta el fondo en todas las clases, no tenía amigos, y que acostumbraba vestir de negro.

Mi amigo ThomasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora