(3) Adoración

3 2 0
                                    

Adoración.

Georgina.

Sabía a la perfección que venir a este lugar afectaría a Valeria, pero era algo que tenía que pasar si es que quiere sanar algún día.

Pasamos el portón, dejo mi auto en el estacionamiento y caminamos el resto del camino hasta la recepción del cementerio (unos cuantos metros). Es un cementerio privado, por lo que nos pidieron identificaciones y todo ese papeleo aburrido que te hacen sentir que estás tramitando una licencia en vez de estar visitando a un familiar muerto.

Sé que Valeria odia ese proceso, pero veo que lo está soportando como toda una adulta, sin poner mala cara ni responder con odiosidad. Me siento orgullosa de que al menos sepa esconder sus emociones frente a personas (como el hombre de la recepción) que no tienen ni idea de lo que le pasa y no pueden ayudarla.

Pero pensar en eso me devuelve al momento en que la acompañé hasta acá hace cuatro años. No es normal que una niña de 15 años entierre a sus papás. Me hubiera encantado saber cómo ayudarla, pero yo solo tenía 13 años, a punto de cumplir 14, mi mayor preocupación entonces era gustarle a Cristian Colón, ni se me hubiera ocurrido que ese momento (el de enterrar a los papás de Valeria) pasaría.

Desde entonces he tenido que aprender a entenderla, a ser más comprensiva con ella que con nadie más. Hemos crecido juntas, y no pienso dejarla suelta en el mundo sin mi cuidado.

A Valeria la quiero tanto que… ay, a la verga, igual se van a enterar. Soy lesbiana, y sí, estoy enamorada de Valeria, y sí, estoy consciente de que ella ni siquiera lo sabe. No me juzguen por tener un amor platónico, ustedes aún lloran por sus ex.

Volviendo al tema, Valeria y yo empezamos a caminar por la carretera del cementerio y nos adentramos en el mar de tumbas hasta que llegamos al área en que están enterrados sus papás.

Por lo general evito los cementerios. Ni siquiera paso cerca de algunos, mucho menos meterme en uno a visitar a los residentes. No es que no sienta respeto hacia los muertos, sino que ya están muertos, no pueden hacer nada, no pueden sentir nada. No te agradecerán por ir a visitarlos, al igual que no se molestarán si no vas.

Y claro, me dan miedo los cementerios. No por los fantasmas, sino por el ambiente lúgubre.

Como sea, Valeria y yo nos acercamos a la tumba de sus padres. Ella va en silencio todo el tiempo, con la cabeza gacha y tomando largas bocanadas de aire.

—Si quieres irte… —empiezo a decirle, pero realmente no se me ocurre nada.

—No, debo hacer esto —a veces me encantaría saber lo que Valeria piensa. Creo que el mundo sería más fácil si solo pudiéramos presionar un botón y saber lo que piensa la otra persona sobre nosotros. Se evitarían muchas guerras si solo supiéramos lo que el otro piensa.

—¿Estás segura?

—No, de hecho, no lo estoy —empieza a caminar más rápido, hasta que llega a la tumba de sus padres. Yo me quedo unos pasos atrás, viéndola.

Valeria se pone de rodillas y empieza a decir unas cosas. No sé qué es lo que está diciendo, y siento que sería irrespetuoso meterme en esa conversación (si es que puede usarse “conversación” para describir la escena que tengo frente a mis ojos).

Meto mis manos en los bolsillos del suéter que traigo y me doy el lujo de ponerme a pensar.

He estado todos estos años con Valeria, y realmente solo la he visto llorando una vez, y no fue cuando murió Dylan ni cuando murieron sus padres.

En aquellos momentos Valeria no soltó ni una lágrima, al menos no frente a mí.

La única vez que la he visto llorando fue hace unos 7 años, cuando el chico que le gustaba se mudó a Madrid. Creo que se llamaba Tomás, no sé, fue hace muchos años.

Mi amigo ThomasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora