(31) Pretensión

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Valeria.

En cuanto subo las escaleras puedo distinguir que estoy en una biblioteca en un segundo piso. Por las ventanas puedo ver que estamos en una montaña y hay nieve, por lo que posiblemente es invierno y hace frío afuera. Apresurada, y con el cuchillo aún en mano, corro por los pasillos de la casa hasta encontrar lo que parece ser el cuarto de Georgina; tomo ropa de invierno que me queda grande, pero es mejor que nada. Pienso en dejar el cuchillo, pero es mejor ir armada con cualquier cosa a tener que defenderme a mordiscos, por lo que lo meto en el bolsillo interno de la chaqueta.

Salgo del cuarto y desde el final del pasillo escucho los disparos venir, a lo que me agacho ágilmente.

—¡No huyas, perra! —me grita Juan a unos diez metros a mi izquierda, y no tardo en empezar a correr.

Bajo las escaleras de caracol rápidamente, con Juan disparándome desde arriba y fallando cada uno de sus tiros.

—¡Vuelve acá! ¡Quiero que me mires cuando te mate! —continúa disparando, y las balas pasan cada vez más cerca de mí. Ya terminé de bajar la escalera, y los disparos cesan en lo que él termina de bajar, y es un tiempo que yo aprovecho para seguir corriendo—. ¿Dónde estás? ¡No puedes huir, esta es mi casa! ¡Te guste o no, vas a morir este día y yo seré quien te asesine! —lo oigo acercarse, y sin darme cuenta siento su peso contra mi perfil izquierdo mientras pasaba por unos pasillos, y ambos caemos al suelo.

Forcejeamos un rato en el suelo, con Juan tratando de tomar mi cuello, pero yo logro conseguir algo del suelo (ni idea qué sea) y se lo estrello en la cabeza para infringirle una herida. Al lograrlo, veo cómo se tira de lado, sobándose la herida, y yo no desaprovecho la oportunidad de correr, más cuando me alejo vuelvo a escuchar su voz, llamándome como un sádico silbando al cerdo que va a matar, confiado de que no escapará de su destino, de la muerte.

—¡Valeria, vuelve acá ahora! ¡Quiero ver tu cara al darte cuenta que tu vida se acabó, ver tu alma salir de tu cuerpo, y contemplar cómo tus ojos quedan fijos mirando sin ver! ¡Vuelve acá ahora mismo!

Sigo corriendo, tratando de ignorar todo lo que dice, y llego hasta la puerta corrediza del jardín hecha de cristal. Está todo repleto de nieve, y el frío es bastante. El jardín es abierto, por lo que puedo ver la inmensidad del bosque ante mí. Contemplo la posibilidad de esconderme dentro de la casa, pero una bala pasa a mi derecha y destruye la puerta de cristal que acababa de abrir.

Eso es todo lo que necesito para seguir corriendo, para huir, para luchar por salir con vida.

Huir.

Solo eso es lo que tengo en mente ahora.

Frío.

Me golpea incesante la cara, el cuerpo, sobre todo los pies. La nieve se siente suave, pero con un frío descomunal.

Disparos.

Se escuchan detrás de mí, acompañados de los gritos de mi perseguidor. Me pide que vuelva, que no me hará daño, pero es obviamente falso.

Los disparos chocan en los árboles que esquivo por mera suerte, y cada vez la fatiga hace que sea más difícil hacerlo. ¿Cómo carajo llegué a esto? Todo por tratar de hacerme la heroína...

—¡No podrás esconderte para siempre! —escucho el grito—. ¡Conozco estos bosques como la palma de mi mano!

Sé que tiene razón, me lo dijo antes. Tantas veces que intenté escapar, y tantas otras veces que me atrapó... pero no pasará esta vez. No puede pasar esta vez.

Cuando la fatiga por fin me domina, me detengo para descansar. No sé cuánto tiempo pasa, tal vez unos segundos, tal vez minutos, pero el me alcanza. Puedo ver en su sonrisa el anhelo, la sed de sangre. Si me atrapa esta vez, no le bastará con golpearme, ni obligarme a ver cómo la golpea a ella.

Si me atrapa esta vez, me matará.

Se muerde los labios y suelta una pequeña risa antes de hablar.

—¿Cansada?

—¿Por qué me haces esto?

—¿No es obvio? No hay momento en el día en que me sienta más extasiado, que verte a ti tratando de huir, y ver tu cara de desilusión disfrazada de dureza al descubrir que no podrás, por un medio u otro. Ahora, que por fin saliste de la casa, estás tan cerca de la libertad... y yo estoy a cinco metros de cerrarte los ojos. Y de todos modos no podrás huir, este bosque es demasiado grande para ti.

—Por favor —no me queda de otra más que rogarle, porque sé que tiene razón. Nunca huiré de este bosque, pero el puede pasar días buscándome sin perderse—. Te lo suplico.

—¿Tú, suplicando? Esto sí que me sorprende. Bueno, me convenciste. Te daré diez segundos de ventaja. 1...

No hizo falta que empezase a contar, yo ya había vuelto a correr.

Creo que no terminó de contar, porque en menos de lo que esperé ya escuchaba sus pasos detrás de mí. El está tan lleno de energía, y yo demasiado agotada...

Sin darme cuenta siento su peso en mi espalda, y ambos caemos al suelo, el sobre mí. Busca tomarme de las muñecas para tener control sobre mí. No sé dónde habrá puesto su pistola. Yo lucho con todas mis fuerzas, pero para el es un chiste, ni siquiera parece esforzarse en mantenerme sometida.

Y entonces uso el arma de toda mujer asustada: pateo sus genitales.

Mientras se retuerce de dolor en el suelo, yo no pierdo tiempo y empiezo a correr de nuevo, y justo empiezan los disparos de nuevo, pasando a pocos metros de mí.

Estoy tan asustada, tan cansada, que no puedo seguir corriendo por mucho más tiempo. Ahora veo todo con claridad: va a atraparme, y me va a matar aquí mismo; tal vez me lleve a la casa y me torture hasta la muerte, pero el resultado será el mismo: mi cuerpo nunca será encontrado.

Cuando las piernas empiezan a fallarme, de pronto mi mundo literalmente se viene abajo. Me tropiezo con una raíz y caigo al suelo. Mi tobillo duele como mil demonios, tal vez me lo fracturé. Mis gritos no tardan en hacer que él llegue.

—¿Qué te pasó? —me pregunta, para nada preocupado.

—Por favor —no reprimo las ganas de llorar.

El no dice nada, solo pone manos a la obra. Me abre las piernas y se mete de rodillas entre ellas, acariciando mi cara con sus firmes manos que otrora me parecieran atractivas. Claramente lo hace para que yo no vuelva a darle un puntapié. Yo no tengo energía para pelear, si quiere matarme, o violarme antes de hacerlo, que lo haga.

Un chispazo de felicidad pasa por su rostro antes de llevar las manos a mi cuello y presionar con fuerza. Eso despierta mis fuerzas y empiezo a tratar de quitármelo de encima. Lo golpeo, los rasguño, pero nada funciona.

—Por favor —logro decir. El aire me falta, al igual que la fuerza.

—Dile a tus padres que el trabajo está terminado. Salúdalos de mi parte, y hazles saber que no me arrepiento de nada.

No me opondré, dejaré que él siga con su trabajo. Pierdo todas mis fuerzas, y dejo las manos caer sobre la nieve. Está fría.

—¿Sabes algo? De algo que me arrepiento es de no haber matado a tus padres con mis manos —dice en mi oído—. Al principio asumí que así debieron de ser las cosas, pero estando aquí y ahora me doy cuenta que si hubiera tenido la iniciativa de matarlos a ellos hubiera querido hacerlo con mis propias manos, tal como hago ahora contigo.

Me había hecho a la idea de que me mataría, pero de repente algo se apoderó de mi mente: Georgina. Él sabe que lo traicionó y me dejó ir, por lo que la matará después de mí, si no es que ya está muerta.

Eso me devuelve unas cuantas fuerzas y empiezo a pelear para librarme de su agarre, pero es demasiado fuerte, y sin importar cuántos golpes plante en su abdomen y espalda, Juan está decidido a acabar conmigo. Mi mano derecha se cansa y cae sobre mi pecho para sentir el cuchillo de cocina.

Juan se inclina más sobre mí para profundizar el agarre, lo que se lleva mucho de mi oxígeno, pero consigo abrir la chaqueta y tomar el cuchillo.

—Ni siquiera lo pienses —afirma, quitando su mano derecha de mi cuello y poniéndola contra mi diestra para contener el ataque del cuchillo.

Todo se oscurece a mi alrededor, y yo me quedo sin aire. Ya no siento su cuerpo sobre el mío, solo el frío del invierno.

Mi amigo ThomasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora