22. Stephan

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Talk – Khalid, Disclosure


Adam

Me cago en todo.

Es como si todo lo que pudiera resultar mal, esperara a último momento para salir a la puta superficie. ¿Por qué no puedo ser directo y ya? ¿Qué es lo que tanto me detiene? ¿Por qué Danka me pone tan nervioso, si es la persona menos intimidante del mundo? Repasando el itinerario del caos: quiero llevarla de paseo, pero la agorafobia me puede. Luego, vamos a mi casa, corriendo el riesgo de parecer un secuestrador, pero ella ni se da cuenta. ¡Después escucha la canción! Y para rematar, cuando creo que tengo los cojones de decirle lo que siento, me voy por la condenada tangente, en la que Danka (obviamente) piensa que es la última persona en la que yo podría fijarme.

¿Cómo es que dos personas pueden ser tan idiotas?

—Esto no salió como pensé —digo.

—Te quería pedir disculpas —murmura Danka, al unísono.

Resoplo y decido dejarla que hable.

—Vaya novedad —me burlo, rodando los ojos—. No veo por qué.

—Me acabas de contar algo que requiere mucha confianza y yo solo hice preguntas estúpidas, como si tuvieras que dar explicaciones por sentir —explica, mirando por la ventana del taxi—. Sé que las reacciones no se pueden controlar y que tampoco es inmoral mostrar un poco de inmadurez, pero fue mezquino y no de la clase de amiga que quiero ser.

Frunzo el ceño, si poder dar crédito a que eso sea lo que ronde su cabeza y no el querer seguir indagando quién es la persona que me gusta. Chasqueo la lengua.

—No hay nada que perdonar, enana —contesto, tocándole el brazo para que me mire—. No me lo tomé a mal. Son preguntas que yo también me hago y pensé que hablar contigo me podría ayudar a aclararme.

Oh, qué hijo de puta. Solo dile que te gusta y ya, ¿cuál es el problema?

Danka me sonríe y hay algo de melancolía en el gesto. Espero a que me pregunte algo, pero ella solo me observa. No entiendo. ¿Qué es este mundo paralelo en el que yo deseo que me interroguen, porque quiero darle información? ¿Por qué no pregunta nada, joder?

—No sé si soy la más indicada para ayudarte, ya que no sé mucho de lo que es que te guste alguien —se excusa, con tono tímido—. Pero sé algo del conflicto sobre las etiquetas. —Suspira y cuando retoma su discurso, está sonrojada—. Yo nunca he podido sentirme cómoda con la categoría de "mujer". O sea, no quiero ser hombre tampoco. Simplemente, creo que no me agrada la convención social y corporal que implica ser femenina. ¿Suena muy extraño?

Puede que sí, pero al observarla, hace todo el sentido.

—No, no lo es.

Y pansexual tampoco suena tan terrible. Aunque claro, para eso tendría que dejar de ser un cobarde y atreverme a dar el primer paso. Nunca he tenido problemas para acercarme físicamente a alguien, pero toda esta incertidumbre es tan nueva como irritante. Tenerla cerca, tomar su rostro, acariciarlo, saber exactamente qué hacer, pero ni una pista de si se sentirá tan bien como lo imagino. No por ella, no porque sentirla me vaya a decepcionar, sino que la posibilidad de yo defraudarla me tiene al borde, siempre al filo del vértigo y el miedo de saltar a un maldito abismo en el que sé que no volveré a estar cómodo. Porque de eso se trata junto a Danka: de liberarme.

¿Por qué si quiero correr, me paralizo? Las imágenes de lo que fantaseé hacer con ella, para que, de una vez por todas, se vea por lo hermosa que es, me tienen con los puños apretados mientras vamos en el taxi, rumbo al ensayo.

—¿Adam?

Cuando la miro, Danka me está observando con preocupación. No sé cómo tranquilizarla, porque para eso tendría que poder hacerlo por mí mismo. Decido hacer lo que se me da mejor y que ha cagado todo el día, pero llegados a este punto, qué más da: lanzo una evasiva.

—Se supone que te iba a llevar al ensayo a tiempo —bufo, tratando de sonreírle. Es una mueca penosa—. Soy un puto fracaso.

Ella deja salir una discreta carcajada mientras se enrolla su largo cabello y, sin ningún elástico, logra fijarlo en un moño alto. Eso me hace sonreír, esta vez de forma genuina. Parece un nido de pájaros, pero adorable por cómo unos rizos rebeldes caen sobre sus hombros. Me gusta cómo le queda el pelo de esa forma, ya que me deja ver más libremente su cuello. Su piel es pálida, algo pecosa y me llama la atención por su perfil y la sutileza de su clavícula. Es ridículo cómo Huntzberger logra tranquilizarme con los gestos más insignificantes.

—Yo no llamaría a este día un fracaso, lo he pasado muy bien —contesta—. Me dio pena despedirme de Wanda, solamente.

Así que ella también quiere jugar a las evasivas. Me parece perfecto, no me gusta jugar solo.

—No dije que el día fuera un fracaso, sino yo —la hostigo, esperando que muerda el anzuelo. Sabe que esta porquería autocomplaciente jamás la diría si fuera completamente en serio, esos pensamientos me los reservo—. ¿No te lavas las orejas?

Cuando hago una mueca de asco, ella abre los ojos a más no poder y me saca la lengua, sonrojándose por completo. La besaría ahora. Pero solo me protejo del suave empujón que me da, ofendida.

—¡Que te den, Stephan!

—Es Steven, tonta.

—Si sé, pero no voy a caer tan bajo de usar algo que te desagrada solo porque no se me ocurre una broma con la que contestarte.

Y con eso, simplemente, me olvido de todo el desastre. Esa sinceridad y transparencia siempre me desarman, apartándome de lo peor de mí.

Nos tenemos que bajar del vehículo, porque el tráfico está imposible y ya vamos veinte minutos tarde. Caminamos, presurosos, pero cuando llegamos a la cuesta que lleva a la casa de Neveu, aunque tratamos de correr lo más rápido posible, ella da pasos tan cortos comparados a los míos que, sin pensarlo, la tomo de la mano para arrastrarla (o más bien, hacerla volar) a mi ritmo. La escucho decir toda clase de improperios mientras ríe, pero, aun así, no vamos lo suficientemente veloz y temo que se caiga por mi culpa.

Por lo mismo, uso un último recurso, indicándole que se suba a mi espalda. Ella lo duda, pero la adrenalina nos gana. De un solo salto, logra enganchar sus piernas en mis costados y me abraza del cuello, mientras yo doy los últimos tramos de la carrera con ella a cuestas. Es absurdamente liviana. La siento poner su mentón en mi hombro y ese contacto me pone la piel de gallina bajo el abrigo.

—¡Nos vamos a caer! —exclama. Yo aflojo mi agarre, logrando que se deslice por mi espalda, para hacerle creer que tiene razón, pero la sostengo firmemente en el momento justo y la vuelvo a subir sin ningún problema. Ella chilla contra mi espalda, lo que me divierte.

—Ya casi llegamos —anuncio.

En efecto, tardamos mucho menos de lo que habríamos conseguido si ella corría. Al agacharme para que se baje, pongo toda mi fuerza de voluntad en no enfocarme en el contacto de su cuerpo sobre mi espalda. Cuando me giro a verla, sus mejillas y nariz están coloradas por el frío de la carrera. Su pelo ha vuelto a ser un lío.

Toco el timbre y, al tiempo que nos abren, de forma inconsciente la vuelvo a tomar de la mano, como si después de lo cerca que hemos estado hoy, ansiara su proximidad un poco más que el día anterior. Ella, al parecer, también, porque no rechaza mi contacto. Sin embargo, cuando estamos en la puerta de la sala de ensayo, desliga sus dedos de los míos.

La observo con una ceja enarcada, exigiendo una rápida respuesta, antes de que nos abran la puerta, a lo que ella susurra: "Annisse nos va a ver". Yo, sin poder evitarlo, pongo los ojos en blanco.

Esta tiene el cráneo más duro que yo, carajo. (Aunque es discutible, ya que mi cerebro no se muestra disponible a conectar las neuronas necesarias para contradecirla. Simplemente, entramos a ensayo, con la mirada suspicaz de nuestros compañeros de banda sobre nosotros).

Latch (Libro #1)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora