Capítulo 17

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Sky

Los días siguientes al casi beso fueron incómodos. Cada vez que Adam y yo nos quedábamos a solas, me ponía nerviosa y empezaba a tartamudear. Me volvía torpe. Débil.

Era inaceptable.

—No debes dejar que nadie vea las grietas de tu escudo —le hablé a mi reflejo una semana antes de las vacaciones de primavera. Desde pequeña tenía la costumbre de hablar conmigo misma cuando estaba encerrada en mi habitación, un intento de no sentirme sola—. Sí, Adam te gusta. Sí, has estado a punto de besarlo. Pero no puedes dejarle entrar. Él jamás te va a entender. Te dejará de lado como hacen los demás.

Debía mantener el escudo en alto, actuar como siempre. Ser la mala de la historia para que nadie viera lo rota que estaba.

Apoyé el codo sobre el tocador, mis ojos me devolvían la mirada, serenos.

—No vas a dejar que él vea a la verdadera Sky. Por mucho que te guste, lo vuestro es un amor imposible. ¿Cómo crees que reaccionará al enterarse de la verdad? Te alejará, porque nadie se queda nunca contigo. Estás sola.

¿Qué hay de Kyle?

Kyle es la excepción. Me conoce de toda la vida.

Me arreglé para ir al instituto. Me puse el uniforme perfectamente planchado, peiné cada mechón de pelo en perfectas ondas y tapé cada imperfección que tenía en la piel con maquillaje. Me pinté los labios de un color nude y le lancé una sonrisa coqueta a mi reflejo. Le tiré un beso.

—Imperturbable. Irrompible. Perfecta.

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Nathalie me interceptó antes de salir de casa, con la mochila colgada al hombro.

—Sky, ¿no vas a desayunar? —me preguntó nada más verme.

La observé. Llevaba su ropa de trabajo habitual: un traje de tres piezas compuesto por unos pantalones formales de color negro, una camisa blanca y una brazers negra ajustada. Llevaba el pelo recogido en un moño bajo, un broche plateado a modo de decoración. Los pendientes de Pandora con la forma del infinito enviaban pequeños destellos.

Agarré con más fuerza las correas. Ya tenía puesta la máscara de tipa dura y no iba a permitir que se entrometiera en mis planes.

—No, no tengo hambre.

La mujer de mi padre me dio un apretón en los hombros y me dedicó una sonrisa cariñosa.

—Espera, ahora mismo te preparo algo para que comas antes de que entres en clase. No es bueno ir con el estómago vacío al instituto.

La retuve. No quería que se inmiscuyera en mi vida.

—¡No! No hace falta. Yo ya me iba.

Ahora fue Nathalie quien me detuvo. Me colocó una mano en el hombro sin perder el gesto. Rechiné los dientes. ¿Por qué me ponía las cosas tan difíciles?

—¿Podemos hablar antes de que te vayas?

Saqué el teléfono móvil de la mochila y lo miré con indiferencia.

—No tenemos nada de qué hablar. Que estés con mi padre no significa que tengamos que ser amigas.

—Yo quiero que nos llevemos bien, tesoro.

Le eché una miradita que pretendí que fuera lo más odiosa posible.

—¿Te importa, acaso?

Suspiró.

Más de mil razones para odiarte (Más de mil razones I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora