Capítulo 20

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♪ Adam

Había llegado el día del Baile de Primavera.

Mientras me ajustaba la corbata blanca, me miré en el espejo que tenía en la pared opuesta a la que estaban colgadas mis guitarras. Me había engominado el pelo para tenerlo bajo control y, pese a que tenía un semblante sereno, temblaba como un flan. Se supone que era un simple baile y, además, no tenía ninguna expectativa; pero en el fondo deseaba que todo saliera bien.

Estaba histérico.

Respiré hondo.

—Vas a ir y te lo vas a pasar estupendamente —me dije en un intento por darme ánimos.

Lo único que quería era bailar con cierta chica rubia.

Una vez que hube estado listo, salí de mi habitación y bajé las escaleras. En el piso de abajo mamá y papá estaban viendo un programa en la televisión. Él le pasaba un brazo por los hombros y le acariciaba el hombro con una delicadeza arrolladora. No obstante, en cuanto pisé el umbral, ambos movieron la cabeza como un resorte. Mamá sonrió, encantada.

—¡Qué guapo estás, mi bebé!

—Gracias, mamá.

Mi padre se acercó a mí. Me puso una mano en el hombro y me dedicó una miradita severa.

—Recuerda: nada de bebidas alcohólicas ni de desfases. Te castigaré sin la guitarra si hace falta.

Hice un mohín. No, todo menos eso. La música era mi vida.

—Lo sé, lo sé.

Mi madre estiró el brazo y, antes de que pudiera destrozar el peinado que me había llevado horas acomodar, me aparté. En su lugar, dejé que me diera un apretón en el hombro. Fingió que se secaba una lágrima.

—Mi hombrecito, qué guapo estás.

Me señalé.

—Este hombrecito va a llegar lleno de pintura. Suerte que voy preparado. —Hice un ademán hacia la mochila que llevaba conmigo—. Llevo ropa de recambio por si la cosa se sale de madre.

Mamá emitió una carcajada muy dulce mientras papá nos miraba con amor.

—Pásatelo bien, cariño. Si necesitas cualquier cosa...

—Ya sé. Os llamo. —Agarré las llaves del coche con una mano y, con la otra, me despedí de ellos—. Os quiero.

—Y nosotros a ti.

Mamá me dio un beso en la mejilla mientras que papá me daba un ligero abrazo.

Ya de camino, sentado al volante, vislumbré a una Sky que me dejó boquiabierto. ¿Estaba en uno de mis sueños más húmedos o aquello era el mundo real? Porque ataviada en un vestidito blanco de manga francesa con un escote insinuante en V que marcaba sus pechos redondeados, parecía sacada de mis fantasías más oscuras. Y esos zapatos de tacón brillantes. Estaba preciosa.

Sonreí al ver que se dirigía hacia nuestro punto de encuentro, junto al parque que había a tan solo cinco minutos de allí. Me maravillé con el movimiento fluido de la falda, sus piernas largas al descubierto.

Tentadora.

Toqué el claxon. Iba tan ensimismada que dio un brinco. Reí a carcajadas mientras me acercaba a la acera con cuidado. En cuanto me detuve, me lanzó una mirada fulminante.

—Pero qué gracioso eres, hoyuelos.

—Tan encantadora como siempre, luciérnaga.

—¡No me llames así! —exclamó con las mejillas incendiadas.

Más de mil razones para odiarte (Más de mil razones I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora