Capítulo 38

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♪ Adam

Algo había cambiado.

Sky no vino a clase el lunes, ni el martes. También se saltó el voluntariado, al igual que Kyle. Tampoco me cogió las llamadas ni me respondió a los mensajes. Felicity tampoco sabía nada.

—Estoy muy preocupada —me dijo el miércoles por la tarde una hora antes de que fuera al centro. Estábamos en su casa, repantingados en uno de los sofás del salón—. No ha vuelto a sentarse a la mesa con nosotros desde el domingo a la noche. No sé qué ha pasado, pero, sea lo que sea, le ha hecho retroceder al principio de todo.

Le di un apretón en la rodilla.

—Ten fe en Sky. Seguro que solo es un pequeño bache.

Pero me equivocaba, lo supe cuando una Sky muy diferente a la que estaba acostumbrado cruzó el pasillo camino a la calle. Lucía un vestido negro, medias rotas y unas botas altas de plataforma. Su cabello se movía sin control con cada movimiento. Me quedé helado al contemplar el maquillaje fiero de sus ojos, el vestuario totalmente oscuro y esa expresión pétrea en el rostro. El delineador junto a la sombra de ojos con efecto ahumado le daban un aspecto salvaje.

¿Qué cojones estaba pasando? Esa no era la mujer de la que estaba enamorado.

—Luciérnaga, ¿qué...?

Ni siquiera me dijo hola. Solo se dignó a lanzarme una miradita antes de salir por la puerta con un sonoro portazo a su espalda. Felicity se me quedó mirando, interrogativa. Por su expresión descompuesta, también la había pillado por sorpresa.

—¿Qué le ocurre, pendejo?

—¿Me lo preguntas a mí?

—Tú eres su novio, ¿no? Seguro que le has hecho algo, güey. —Chasqueó la lengua—. Hombres y su poca mano.

—Te juro que no he sido yo. Lizzie, me conoces de toda la vida. Jamás lastimaría a nadie, mucho menos a Sky. La quiero con locura y con lo que me ha costado que confiara en mí tendría que ser un imbécil para lastimarla.

Mi mejor amiga hizo un ruidito con la boca en señal de aceptación.

—Vale, ahí tienes razón. Entonces, ¿qué ha podido pasar? ¡Con lo bien que estábamos! No me puedo creer que vaya a tirar todo por la borda por una de sus muchas rabietas.

Algo en mi interior me gritaba que eso no era una de sus famosos berrinches. A esa rubita le había ocurrido algo tan gordo como para cambiar tan drásticamente de la noche a la mañana, algo que se me estaba escurriendo entre los dedos.

Pero no iba a dejarla sola, por mucho que se empeñara en hacerlo. Así que decidí intervenir lo antes posible y, por ello, el primer día que volvió a asistir a clase la intercepté en la zona de las taquillas. La sombra de ojos oscura que llevaba resaltaba el azul de su iris. Sus labios también estaban pintados de negro. Incluso había cambiado el collar con forma de lazo que tanto le encantaba por una gargantilla curvada.

—Tenemos que hablar.

Sky ni siquiera me dirigió la mirada. Tampoco emitió ningún sonido por la boca; solo hizo un amago de marcharse, pero la detuve. No iba a dejar que se fuera así como así. Necesitaba saber qué le pasaba para poder ayudarla.

—¿Por qué estás tan rara? —insistí. Estaba cansado de su actitud infantil, de que me tratara como a uno más, que me ignorara.

Hizo una mueca.

—No estoy rara.

—¡Anda, si sabe hablar!

Puso los ojos en blanco. Volvió a intentar escabullirse, pero tampoco la dejé. No iba a permitir que se alejara así como así. Me merecía una explicación al menos.

Más de mil razones para odiarte (Más de mil razones I)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora