SS Divino: La Biblioteca Contaminada

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Por siglos, la biblioteca había sido un lugar silencioso y calmo... desolado en cierto modo. Quizás era por ello que ese era el lugar predilecto de la diosa de la sabiduría.

Al principio, Aivermeen la había instruido entre las estanterías cargadas de libros que cubrían aquella idílica edificación de piso a techo por pisos y pisos a los cuales podía accederse por medio de escaleras de caracol.

Su biblioteca era casi un ente vivo. A medida que sus hermanos mortales ascendían la imponente escalera para fabricar más hilo con sus almas, la biblioteca aumentaba, creciendo hacia arriba y hacia los lados.

Cuando Aivermeen se retiró a pagar su penitencia por unir a sus padres, Ewigeliebe y Geduldh, encerrándose y tomando la forma de un árbol que protegiera a los mortales del jardín, Mestionora no pudo menos de lamentarse. Lo único que su abuela, la Diosa de la Luz, le había permitido para mantenerse en contacto con su viejo tutor era un espejo de agua que guardaba celosamente en el centro de la biblioteca. Los dioses no podían descender al jardín a menos que tomaran un avatar de carne y hueso por un corto periodo de tiempo... un parpadeo apenas para el reino de los dioses.

—¡Qué historia tan bella es esta! —suspiró la diosa más joven del panteón cerrando el libro que había aparecido hacía poco en sus estantes.

La condición para que un libro pudiera materializarse en sus estantes era sencilla.

Podían aparecer cuando el autor muriera, llevando consigo el libro de su vida y los libros escritos... o cuando más de doscientas personas habían leído dicha historia.

—¡Myne es de verdad una genio! Mi biblioteca nunca había tenido libros nuevos tan rápido como ahora.

Myne, la pequeña niña devorador con la marca de su padre que conservaba su libro secreto de su vida anterior. Ella era de las raras existencias dentro del jardín que había logrado robarle su libro secreto al estar tan cerca de alcanzarlos a ellos al subir la imponente escalera... y a diferencia de los otros que habían osado robarle un libro, Myne había pagado esta transgresión con creces.

Papel más barato y fácil de conseguir para los mortales posibilitaba que más de ellos comenzaran a aprender y a escribir... y por tanto, pudieran plasmar más historias que, de otro modo, nunca habrían llegado hasta ella.

Tinta y herramientas mecánicas que podían reproducir la misma información una y otra y otra vez hasta el infinito, garantizando que más de doscientas almas pudieran leer la misma historia en un corto periodo de tiempo.

Técnicas de aprendizaje de las letras que posibilitaba que plebeyos y nobles pudieran leer y escribir. No importaba cuanto mana tuviera el autor o el lector, el simple hecho de pasar las historias al papel y leerlas de ahí le garantizaban más libros en su biblioteca sin necesidad de purgas o masacres como las que habían ocurrido a últimas fechas. Odiaba cuando le llegaban libros por esa razón. Todos terminaban igual. Todos tenían el mismo final.

"Murió purgado", "Su vida se acabó por orden de su Aub", "Se lamentó porque no tenía futuro y jamás llegaría a la adultez", "Murió con la certeza de que no vería a su padre al final de la imponente escalera, dado que habían destruido su medalla"... ese último era el final que más odiaba leer. Ese ritual maldito destruía todo, libro e hilo por igual. Era una forma detestable que tenían los mortales de robarle libros a ella e hilos a Ventuchte y Dregarnuhr...

Y sin embargo, al fin estaban en una época de paz donde los libros no paraban de llegar, los mortales no dejaban de reproducirse y en sí, el pequeño jardín no hacía más que mejorar. Incluso Aivermeen se veía más saludable ahora cuando lo miraba por el espejo de agua.

—Mestionora, ¿puedo ir a tu nueva sección de cocina?

La joven sonrió. Su biblioteca también había dejado de ser un lugar solitario. De pronto sus compañeros y familiares dentro del panteón no dejaban de ir y venir a leer o a solicitarle libros.

Los Dioses del AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora