Capítulo II | Jordan y Aren

32 2 4
                                    

—¿Cuál es tu nombre? —pregunta la profesora, acomodando sus cosas sobre el escritorio. La mayor parte de mis compañeros ya ingresaron; y eso hace que sea el centro de atención.

—Hera Marry —digo, poniéndome de pie. Echo un vistazo hacia el alrededor y noto las miradas de curiosidad. Vuelvo a ver la profesora y ella sitúa una expresión de duda.

Si mal no recuerdo, la directora cuando me llamó dijo que me iba a dirigir un profesor, no una mujer.

—No me informaron que recibiría a una nueva estudiante —dice para sí misma. Deja de verme y dirige su mirada hacia el grupo de mujeres que están sentadas a un costado de mí—. ¿A ti te dijeron algo?, Emma.

—No señora... —masculla ella, viéndome.

—¿Te dijeron el nombre de tu profesor o profesora? —pregunta la docente, acercándose a mí—. ¿De casualidad no es Pedro?

—Si, si... ese mismo —digo, recordando las palabras del día de ayer. Ella me sonríe—. Me habían dicho que mi aula era la: "202".

—Es un malentendido. Los estudiantes de Pedro fueron transferidos al primer piso, porque allá tienen aire acondicionado —indica ella, moviendo su mano para que la siga—. Yo te guiaré —dice, empezando a caminar.

Entre las miradas de los rostros que no conozco, tomo mi mochila y libreta y salgo del aula, no sin antes disculparme ante todos. Algunos me sonríen, y otros se ríen. Abandono el aula y corro tras la espalda de la profesora, la cual me espera en el comienzo de las escaleras.

—Llegaste en el peor momento —comenta ella, bajando los escalones. Yo la sigo, y mientras le brindo atención, voy anotando sus rasgos en la libreta. De la página diez hasta la treinta está destinada a los profesores. Y la antigua decide guardarla para tenerla segura en casa—. Nadie te dio atención por estar en el partido.

—La verdad es que no —mascullo, antes de volver a ver su sonrisa.

—Por cierto, soy Mirla, les doy clases de matemáticas a tu curso —señala, y yo anoto su nombre en la libreta. La tengo identificada, su rasgo particular son los lentes color rojo de gran tamaño.

Bajamos al primer piso y doblamos por el pasillo que da a los baños de las mujeres; al final de este, chocando con la pared, se encuentra un aula. Mirla me guía hasta el lugar, y al llegar, abre la puerta.

—Oye, distraído —habla la maestra—. Tu nueva alumna terminó en mi clase. Aquí la tienes —dice, y con un ademan me indica que pase, cosa que hago. Al entrar mi vista choca con la de un hombre delgado, cuyo cabello lacio cubre su frente y deja a la vista sus grandes orejas. Él se toma de la cabeza, para después agradecerle a Mirla por haberme traído—. No es nada, pero a la próxima te cobro el favor.

Después de terminar sus palabras, los alumnos empiezan a silbar. Ella se avergüenza, y lo percibo por el color rojizo de sus mejillas.

—¡No de esa manera, pervertidos! —dice, manoteando al aire. Cuando el ruido se calma, se retira del aula no sin antes volver a ser molestada. Yo me echo un poco para atrás cuando las miradas se centran en mí. Es una clase un poco extensa.

—Eres Hera, ¿verdad? —me pregunta el hombre de antes—. Soy Pedro. Discúlpame por haberte olvidado...—dice, estirando su mano para ser estrechada. Yo la estrecho—. Me emociono mucho en los partidos; y más si nuestra clase tiene a las dos estrellas de la escuela.

—Tienes mucha suerte, nueva. Diste con la mejor clase de todas —habla un chico sentado al fondo del salón, cuyo cabello está tinturado de un color celeste. Su comentario es apoyado por todos.

Hasta que seamos diferentesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora