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Las luces de las calles vacías guiaban su camino hacia quién sabe qué lugar en el que seguirían la fiesta. Bill tenía los pies cansados, pero la sonrisa alcoholizada aún no se desvanecía. Quería salir de allí y poder terminar vomitando en las aceras de camino a casa. Había una sensación de vacío que llenaba con los momentos que pasaba con la gente que podría o no, ser su amigo realmente. Por ello no le importaba casa de quién era, lo único que realmente era menester era que hubiese un alma buena que le ayudase a ponerse ebrio sin cobrarle por su par de cubas.

Sus dos mejores amigos: Georg y Andreas, se habían encontrado tras una noche en la que el alcohol había puesto borrosas sus cabezas. Después de eso, la relación fue tan cercana que pocas veces hacían algo sin estar juntos. La vida sin ellos, pensaba Bill, era tormentosa. Pese a que en su casa no iban las cosas del todo mal, más que con su madre, quedarse en casa todos los días no era la decisión por la que más se decantaba. Tenía muchas cosas en las que pensar, que estando en la soledad de su habitación, en completo silencio, sólo se formaba un pensamiento detrás del otro, dispuestos todos ellos a apuñalar las emociones que no había sabido controlar ni ocultar de la mejor manera. Su coraza era muy pequeña todavía; apenas unos centímetros de dureza.

La música en la casa estaba retumbando hasta las ventanas. De sólo entrar, el sonido del bajo se metía en sus pechos, haciéndolos estremecer al ritmo de la música. Los tres amigos estaban ya por su tercera cuba, sumando las que estaban ya digiriéndose en su sistema. Bill podía ver la habitación moverse lentamente, y la voz dentro de su cabeza se hacía cada vez más fuerte, describiendo cada cosa que hacía, para intentar mantener la sobriedad lo más que podía. Pero era en vano, porque sus rodillas se doblaban instintivamente, queriendo buscar un lugar en el que reposar, el cual encontró en un pequeño espacio del sofá que ya ocupaban cuatro personas más. Echó un quejido y la cabeza cayó a peso hacia el respaldo.

Llevándose la mano a la frente, empezó a arrepentirse de haber bebido de más.

Seguramente hoy no volvería a casa.

-¡Hola, tú! -Bill abrió los ojos, con tanta rapidez que perdió enfoque de lo que había al frente; se pasó los dorsos de las manos por los párpados, corriéndose todo el maquillaje que llevaba hacia las ojeras. Pero sirvió para lo que deseaba: ver con más claridad a un tipo calvo, con sonrisa de unos colmillos grandes y ojos rasgados. Quiev. Rápidamente miró alrededor, en busca de Tom; tras esa otra fiesta, se habían visto ya un par de veces, pero no las suficientes como para no echarle de menos y acostumbrarse a su presencia, sino todo lo contrario. -Sí, viene Tom conmigo, ¿quieres salir? Vamos a ir a fumar.

-Bueno...

-Epa, epa... -Lo tomó del brazo cuando lo vio tambalearse por todo el alcohol haciendo ondas en su cabeza. Bill se rió, pero la sonrisa se le fue cuando vio a Quiev ponerle los ojos en blanco y negar. -Ya estás todo borracho...

-¿Qué te importa? -Bufó, al tiempo que los dos caminaban fuera de la casa. Ni siquiera se sorprendió cuando, fuera, Tom platicaba como si nada con Andreas y Georg. La gente en el pueblo se había visto por lo menos alguna vez. No tenían que conocerse de muchos años para hablar tranquilamente entre ellos.

Bill se pasó las manos por el cabello, intentando peinarlo para que no se viera muy desastroso. Intentó espabilar con el frío viento que le helaba las mejillas, pero eso sólo hacía que su cuerpo trabajara el doble para mantenerse de pie. De todas maneras, la sonrisa con la que Tom lo recibió, fue tal, que no necesitó estar sobrio para poder recordarla toda la vida. Lo que no recordaba era todo lo que habían hablado de camino al parque que estaba cerca. Sólo agradeció que Casper los hubiese reconocido y corrió tras ellos, pegando el cuerpo a las piernas de Bil, como si supiera que no estaba en condiciones para caminar con la rapidez que los demás lo hacían.

SAUDADE.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora