12.

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 —Últimamente no puedes estar más que drogado, ¿no? —Se burló Quiev, dándole un sorbo a su cerveza. Frente a la mesita de su habitación, estaba Tom triturando cocaína; se la formaba en una delgada línea, la misma que inhalaba, cerrando los ojos en expresión placentera. Al abrirlos, cruzaban miradas, una seria, la otra indiferente.

Quiev no era ajeno a las drogas; después de todo, era rara la persona en este pueblo que no sucumbía a ellas después de tanto tiempo en la monotonía. A nadie le asustaban, al menos no hasta que llegaban a una edad de consciencia que les hacía darse cuenta de que no era algo divertido que hacer. Cuando ya se había creado una familia y las preocupaciones pasaban a otra área, como gastarse el dinero en cosas que valían más la pena que el decaimiento de su propio cuerpo.

Con Tom las había probado ya un montón de veces, desde que eran mucho más jóvenes e inexpertos. Haber crecido en una familia con mucho dinero, les había facilitado a los dos poder conseguir productos de calidad que los hacían volar en su habitación. Y todo sin la supervisión de sus padres, que nunca estaban de todas maneras.

—El cuerpo me lo pide, Quiev. —Le explicó, con una sonrisa, al tiempo que se levantaba del suelo y se sentaba en el sofá, a su lado. Pasó la mirada por las facciones de Tom; a veces creía que se veía igual de joven que como cuando le conoció. Aunque definitivamente mucho más vulnerable también.

Era muy extraño pensar que, siendo menor, había logrado darle miedo a mucha gente mucho mayor que él. Haber sido su amigo en aquellos momentos no nada más le había hecho hacer cosas que nunca habría creído hacer, pero también se le adhería el respeto que nunca creyó tener en sus primeros años de adolescencia.

Había visto a Tom golpear a gente sin ningún ápice de compasión. Lo había visto robar, agredir verbalmente; lo había visto ser detenido por la policía; descargar un arma contra alguna persona. Lo había visto matar animales. Y siempre había sido de creer que, la razón por la que las cosas habían empezado a ser así de violentas, había sido específicamente porque había empezado asesinando animales y siendo festejado por ello por su propia madre, quien recibía con una sonrisa las alas de las mariposas que Tom previamente había separado del cuerpo de una viva. O los pequeños experimentos de enterrar una cabeza de cochinilla sobre el cuerpo de otra. Su madre siempre decía que terminaría estudiando algo de ciencia.

Y todo sin saber que, cuando se escapaban de la escuela, los insectos para ambos eran insignificantes.

Con el paso de los años ver que estos no sangraban ni pedían ayuda a voz, dejó de parecer del todo interesante. Habían optado por atrapar ratones cerca de las vías del tren y experimentar con ellos. Abriendo su abdomen, mirando sus pequeños órganos. Disfrutando del sonido del pánico y dolor en el animal. Al principio había dado miedo, cada vez que buscaban un animal más grande, el miedo también creía. Gatos, perros, serpientes y algún borrego. Se habían manchado las manos con sangre y al mirar en el suelo el desastre biológico que habían descompuesto de un cuerpo inocente, una sonrisa triunfal e incrédula hacía mucho más estrecha su amistad.

Cuando Tom quiso ir más allá, fue aterrador, porque su idea fue empezar con lo más chiquito. La primera vez que golpeó a gravedad a un niño, ninguno de los dos volvió a hablar del tema y las ganas se fueron de ambos cuerpos. Ver las noticias en el internet también asustaba, pero el pueblo seguía siendo tan escueto y construido a la antigua que nunca hubo cámaras de seguridad que delataran que habían sido los culpables. Arrastraron ese hecho hasta años después, que a Tom volvió a nacerle esa intriga y esas ganas de cometerlo otra vez, pero ahora con personas de su edad, preferiblemente las mismas personas que eran rechazadas por todos y que, si acaso sus golpes terminaban por herir a muerte, nadie querría buscarlo. Sería prácticamente justificado.

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