¡Ahora Mis Padres...!

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Nuestros padres, al parecer, se pusieron de acuerdo para venir con poco tiempo de antelación. Aunque, claro, la diferencia estaba en que mi padre nunca había venido a visitarme antes. Siempre tan "ocupado"... Mis hijas no conocían a su abuelo en persona, solo lo habían visto un par de veces por videollamada. 

Les dije a mis padres, el día anterior, que por favor parecieran personas normales, al menos hasta que cruzaran la puerta de casa. Aunque todos sabían bien de quién era hijo y de dónde procedía, no quería llamar la atención.

Llegaron en un Lamborghini negro, conducido por mi padre. Los vecinos, al ver semejante coche, no tardaron en acercarse, algunos incluso se hicieron fotos con mis padres, como si fueran una especie de atracción turística. Cuando el espectáculo terminó, por fin entramos en casa.

—Decirle al mayordomo que mis maletas están en el coche —dijo mi madre, sin inmutarse, como si se tratara de lo más normal.

—Madre, no tenemos mayordomo, te lo he dicho cientos de veces... —respondí, con paciencia.

—Pero mis maletas, no se pueden quedar aquí.

—Ya las recojo yo, no te preocupes —le contesté, tratando de calmarla.

—Me pregunto cómo podéis vivir sin mayordomo. —dijo ella, con un tono que dejaba claro que la idea le parecía completamente incomprensible.

—Lo normal es vivir sin mayordomo. —le repliqué, intentando poner algo de lógica en la conversación.

—Pues ser normal es horrible... Yo sería incapaz de vivir sin Gloria.

Cuando mis hijas vieron a su abuelo por primera vez, se quedaron paralizadas. Era un hombre de más de metro noventa, con una complexión robusta y fuerte. Caminaba con un bastón de cabeza de dragón, adornado con algunos detalles en oro, debido a los problemas de espalda que arrastraba desde joven. La impresión que causó en ellas fue evidente, y se notaba que no sabían cómo reaccionar ante la presencia de aquel gigante de figura imponente.

Nos sentamos en el sofá, y comenzamos a hablar de los nuevos negocios en los que mi padre estaba metido.

—Supera esto —susurró Sara a Paula, creando una bola de plasma eléctrico que chisporroteaba entre sus manos.

—A ver qué te parece —respondió Paula, replicando el movimiento y duplicando la bola con destreza.

—Yo también sé hacer algo —dijo Ariadna, sin abrir la boca, solo dejando que el sonido de su energía flotara en el aire, escuchado únicamente por sus hermanas.

El ambiente en la sala cambió de repente cuando su madre, con esa mirada característica, las fulminó. Sabían que debían parar, y lo hicieron al instante. Pero segundos después, la calma se rompió de nuevo. Angie, sin perder el control, intervino con su poder y creó un monstruito, de un cactus en miniatura que comenzó a corretear por toda la casa. Al principio, nos pareció gracioso ver cómo Aslan, nuestro pastor alemán, lo perseguía dando saltos torpes. El caos era inevitable. Nos reímos a carcajadas, pero cuando mis padres miraron hacia al jardín, la diversión se esfumó de inmediato. Angie, rápida como siempre, hizo que el monstruito volviera a su forma original en un suspiro.

El perro, confundido, observó la plantita caída en el suelo, moviendo su cabeza de un lado a otro como si tratara de comprender qué había sucedido. Esa imagen nos hizo reír aún más, pero la risa se apagó rápidamente cuando Mía, con los ojos llenos de lágrimas, comenzó a llorar porque ya no podía ver al adorable monstruito.

Angie, sin dudar, se levantó para consolarla. A su paso, las otras niñas se levantaron como piezas de dominó, siguiendo a su madre. En la cocina, Angie, con una sonrisa, volvió a crear el monstruo, pero esta vez lo hizo con una cuchara que sacó del cajón, para que Mía dejara de llorar. El gesto, sencillo y tierno, calmó a la pequeña al instante.

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