Recuerdos: Tormentosos

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El pasado nunca desaparece, solo se oculta en la música, en las calles, en los sueños y, sobre todo, en los recuerdos.

Esos días fueron extraños, días en los que, sin querer, todo lo que habíamos vivido antes de la llegada de Mía volvía a nosotros. Recordábamos a cada instante el dolor de perder a un pequeño ser, uno que aún no habíamos llegado a conocer. No supimos si era niño o niña, pero su nombre fue "Ángel", porque se convirtió en uno.

A veces me resulta casi imposible recordar el momento exacto. Mi mente, tal vez para protegerme, ha borrado detalles de aquello, y no puedo enfocarlo con claridad. Y, en cierto modo, agradezco que haya sido así, sobre todo pensando en cómo habría afectado a nuestras hijas. Lo poco que consigo visualizar es que, en esos días, todo era una tormenta: discusiones intensas entre Angie y yo, alimentadas por la rivalidad entre nuestras clases sociales, algo que nuestros padres nunca pudieron aceptar. Fue una época difícil, en la que la tensión entre nosotros alcanzaba niveles insostenibles. Nos sentíamos como los Capuleto y Montesco, los protagonistas de aquella tragedia de Verona. Al igual que Romeo y Julieta, nos amábamos, pero todo parecía abocado a un desenlace trágico.

Hubo una tarde especialmente tensa, en la que nuestros gritos llegaron a tal punto que nuestras hijas se fueron a casa de unos vecinos. Nos quedamos solos, el aire denso de la pelea aún colgando entre nosotros. Pero, en medio de esa tempestad, algo ocurrió, nos miramos, y aunque aún quedaba rabia, algo en nosotros cambió. Fue tan repentino, tan inesperado, que parecía sacado de una película. Ella se abalanzó sobre mí y, en ese impulso, nos besamos con tanta intensidad que acabamos tirados sobre la cama, como si ese beso fuera la única salida.

Después fuimos a recoger a las niñas, pero, aunque nos queríamos, seguíamos pensando que lo mejor era el divorcio. La tensión no desaparecía, aunque ambos sabíamos lo mucho que nos necesitábamos. Semanas después, estábamos a punto de tomar la decisión definitiva, cuando Angie me dio la noticia: Ángel estaba en camino.

No podía dejarla sola, ni mucho menos con tres niñas y un bebé en camino. Los cuatro eran míos, y tenía que asumir mi responsabilidad como padre. Fue entonces cuando los nubarrones que oscurecían nuestra relación comenzaron a disiparse. Comenzamos a ver el sol, aunque esa calma duró poco. Tres meses después, la vida nos golpeó de nuevo.

Una noche, Angie me despertó con un dolor punzante en la parte baja del vientre. Corrimos al hospital, pero ya era demasiado tarde. Ángel ya no estaba con nosotros. A Angie la llevaron al quirófano para un legrado, y a las niñas y a mí nos separaron en habitaciones para asegurarse de que yo no había sido el causante de la pérdida. De hecho, no me creían. La duda estaba en el aire hasta que Ariadna, con tan solo tres años, comenzó a llorar desconsoladamente, defendiendo que su papá no era malo y que quería mucho a su mamá.

Susana y Jordi, los padres de Angie, vinieron de inmediato en avión desde Barcelona y se llevaron a las niñas a nuestra casa. Cuando finalmente vi a Angie, me costó reconocerla. Su rostro, normalmente tan sereno y cálido, ahora estaba marcado por la tristeza. Ella, con su carácter fuerte, pero siempre sonriente, no pudo contenerse y me abrazó en cuanto llegué a su lado. Momentos después, un médico se acercó y nos dio la noticia. "La buena noticia es que el bebé venía con una mala formación, y la mala noticia es que era incompatible con la vida", dijo.

Nos quedamos sin palabras. Esa "buena noticia" no nos parecía tan buena, y el vacío en el que nos sumergimos fue aún mayor. Pero nos dijeron algo que nos dio un rayo de esperanza: que Angie estaba bien, y que, si queríamos, podíamos intentarlo de nuevo.

Al principio, ni siquiera teníamos ganas de pensar en eso, pero el tiempo pasó, y un año después llegó Mía. Quizá, por aquel vacío que Ángel nos había dejado, aunque realmente fue porque se nos rompió el preservativo.

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