La Acampada

27 2 0
                                    

Sara llevaba días esperando el momento.

Quería ir a la acampada del viaje de estudios, pero sabía que convencer a mi mujer no sería fácil.

Como siempre, esperó a que Angie llegara del trabajo.

Cuando mi esposa entró en casa, las niñas corrieron a saludarla. Tras abrazarlas con cariño, dejó a la pequeña en el suelo.

Sara tomó aire.

Sabía que mi mujer le diría que no.

—Mamá... ¿Puedo ir a la acampada del viaje de estudios? —preguntó, poniendo su mejor cara de niña buena.

Angie la miró a los ojos sin decir una palabra.

Se acercó a la mesa de cristal de la cocina, donde estaba la autorización del viaje. La tomó, la leyó en silencio y volvió a mirar a Sara.

Entonces, fue a su bolso y sacó un pequeño estuche rosa. De ahí, extrajo un bolígrafo y firmó la autorización.

Sara parpadeó, confundida.

Su madre no le había dicho que sí con palabras.

Pero ahí estaba la firma.

Se la tendió con tranquilidad. Sara la tomó con una expresión de puro asombro.

—¿Estás enferma?

Angie arqueó una ceja.

—No. ¿Por qué?

—Porque me lo has firmado.

—Bueno... Querías ir, ¿no?

—Sí, pero pensé que me dirías que no. Siempre lo haces.

—Siempre no... —respondió Angie con una leve sonrisa—. Además, ya estoy cansada de ser la mala de la película. Que os escucho cuando habláis de mí... Anda, corre, llévatela. Luego le dices a tu padre que te dé el dinero.

Sara estaba tan emocionada que hasta en las luces se notaba.

—Sara, me estás cortando la luz del cargador y mi móvil no deja de apagarse —se quejó Paula.

—Perdón... Es la emoción.

—Pues emociónate haciendo otra cosa.

—Princesa.

—Marimandona...

—¿Podéis parar, por favor? —interrumpió Elsa con tono exasperado—. Voy a llamar a Angie.

Tuve un mal día. Cuando entré a casa, la paz de la cocina me envolvió como un bálsamo.

Suspiré, aliviado.

Pero de repente, la luz se encendió sola.

Mi corazón se disparó.

—¡Joder, Sara! —exclamé con un sobresalto.

Mi hija sonrió con inocencia.

—Perdón, papá, pero es que tengo un notición.

Todavía recuperándome del susto, fruncí el ceño.

—¿Cuál?

—¡Mamá me ha dejado ir al campamento! ¡Y sin discutir! ¡Solo lo firmó!

Levanté una ceja.

—¿Tu madre diciendo que sí... Así de fácil?

Sara asintió frenéticamente y me plantó el papel en la cara.

—Mira, mira, ¡su firma! ¡Su letra! ¿Lo ves?

Retrocedí un poco.

—Sí, sí, lo veo... Pero no hace falta que me lo pegues en la nariz. No estoy ciego. Tal vez un poco, pero no tanto.

Nuestras AventurasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora