El partido de fútbol de Sara estaba al otro lado de la ciudad. Íbamos en el coche, y me sorprendió cómo Angie, sentada en el asiento del copiloto con sus gafas de sol puestas, se mantenía en completo silencio, mirando por la ventana. No se quejaba del ruido que nuestras hijas hacían en los asientos de atrás. Una pegaba patadas al asiento, otra quería el iPad de Angie que Sara tenía, y la más insoportable, la quejándose de la música que sonaba en el coche.
—¿No les piensas decir nada? —le pregunté, mirando por el retrovisor a las niñas.
—Dices que quieres ser tú el que mande... —respondió, con un tono sarcástico.
—Sí, pero no me hacen caso.
—¡Callaros de una vez! —ordenó, su voz firme como siempre.
El silencio se hizo de inmediato, pero ella seguía mirando por la ventana, como si ni siquiera me hubiese escuchado.
—¿Te pasa algo? —me atreví a preguntar, preocupado.
—Pues sí, que conduces fatal... —dijo, sin siquiera mirarme.
—No conduzco mal. No es mi culpa cómo está la carretera.
—¿Y tampoco que el coche haga zigzag? —respondió, claramente molesta.
—Si te quejas, quéjate a la red de carreteras, no a mí.
Una vez en las gradas, mirábamos el partido. Angie devoraba nubes de azúcar como si no hubiera un mañana. Amaba todo lo que tuviera azúcar, cuanto más empalagoso, mejor. Yo, por el contrario, era más de chocolate y prefería lo salado mil veces.
—¿Cuál de ellos es tu hijo? —le preguntó una señora, a Angie mientras observaba a Sara en el campo.
—La única chica que hay en el equipo azul.
—¿Y no te da cosica que juegue la niña?
—Pues no, a ella le gusta... Y a mí me hace feliz verla disfrutar.
La señora no parecía muy convencida.
—Sí, pero las niñas son más delicadas, más tiernas, más tranquilas...
Angie la miró un momento, y luego sus ojos se detuvieron en la pequeña Mía, que no dejaba de saltar con mis manos. Después, miró a Ariadna, que había comenzado a insultar a Paula por haberla molestado. Fue en ese preciso instante cuando el balón llegó a nuestras gradas, golpeado por una patada de Sara.
Ese mito de que las niñas son más delicadas... Es solo eso, un mito. La única en mi familia que se libraba de ser salvaje era Paula. Ella era nuestra princesa, nunca olvidemos eso.
El partido parecía no tener fin, pero, aunque no era un gran aficionado al fútbol, me gustaba ver cómo Sara jugaba, y sobre todo, compartir esos momentos con mis hijos en el jardín.
La primera fase del partido terminó y era hora de comer. Sara no comió con nosotros; se sentó con sus compañeros en una mesa aparte, gestionada por la empresa del equipo. Se llevaba tan bien con ellos, algo que me sorprendía. Como Angie le había dicho a la señora, Sara era la única chica del equipo, pero eso parecía no importarles.
Nos estábamos acostumbrando a esas nuevas realidades: ver a una chica jugando al fútbol o a un niño bailando ya no era algo tan raro.
Mía estaba creciendo a la velocidad de la luz. Aunque todavía no hablaba con mucha fluidez, se la entendía mucho mejor. Además, nos dejaba respirar a Angie y a mí un poco más, y lo mejor de todo es que finalmente llegó el momento de su peculiaridad.
Mi mujer y yo habíamos hablado de eso, aunque solo fuera brevemente, sin darle mayor importancia. Pero estaba claro que ese momento estaba cerca.
Mi mujer, Paula y Elsa se fueron del campo de fútbol, ya que Mía estaba algo nerviosa. En cambio, Ariadna prefirió quedarse conmigo. Mía no se movería de ahí sin su madre.

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Nuestras Aventuras
RandomAdrián y Angie llevan una vida aparentemente normal como padres de una numerosa y peculiar familia. Sin embargo, detrás de las risas, los desafíos cotidianos y los secretos bien guardados, están presentes es sus vidas. Pero la familia lo es todo y...