Adrián y Angie llevan una vida aparentemente normal como padres de una numerosa y peculiar familia. Sin embargo, detrás de las risas, los desafíos cotidianos y los secretos bien guardados, están presentes es sus vidas.
Pero la familia lo es todo y...
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Era un hombre de mediana edad, de pocas palabras. Siempre llevaba una expresión grave, como si estuviera constantemente molesto con todo el mundo. A decir verdad, pocas veces lo vi sonreír. La gente en la comisaría sabía poco de él, y él no hacía nada para cambiar eso. Su vida personal era un territorio desconocido, un espacio en el que nadie se atrevía a indagar.
Lo único que se sabía de él era que tenía un hijo de la misma edad que mi hija Ariadna. La historia que corría por los pasillos era que él y la madre del niño habían tenido una aventura. Ella quedó embarazada, pero no se lo dijo hasta el día del parto, cuando, después de entregarle a su hijo, desapareció. Nadie volvió a saber nada de la madre del niño. Esa era la versión que todos conocían.
Desde entonces, el comisario había criado a su hijo solo, sin ayuda de nadie. Había momentos en que se quedaba con algún asistente de la comisaría, pero nunca parecían ser por mucho tiempo. A pesar de su dureza, no parecía un mal padre. Siempre había algo en su mirada cuando hablaba de su hijo, una ternura oculta que, a pesar de su actitud fría, no podía disimular. Se notaba que lo amaba.
Vivíamos en la misma urbanización, pero nuestra relación nunca fue más allá de lo profesional. Él era mi superior y yo, su subalterno, y lo que nos unía era el respeto mutuo. Siempre supe que había algo más detrás de su fachada, algo que no me costó mucho descubrir, pero que aún me costaba entender.
Esa mañana, al llegar a la comisaría, me encontré con un montón de informes acumulados. Comencé a ordenarlos, como era mi costumbre, cuando de repente su voz retumbó en la sala.
—Lascuráin, diríjase de inmediato al Edificio Victoria —ordenó con esa voz grave y autoritaria que no dejaba lugar a dudas.
—¿Qué ha ocurrido? —pregunté, mientras me levantaba rápidamente de la silla.
—Un homicidio —respondió. En ese momento, toda la concentración que había tenido en los papeles desapareció y me sentí inmediatamente alertado.
El reloj marcaba casi las dos de la madrugada cuando llegué a casa. Me deslicé por la puerta con el sigilo de un ladrón para no despertar a nadie. No encendí las luces, solo usé la linterna del móvil para no hacer ruido. Estaba tan centrado en no hacer el más mínimo sonido que cuando la luz del salón se encendió de repente, me sobresalté. El choque con el sofá fue inevitable, y el dolor que sentí al tropezar me hizo contener un gruñido. A pesar del golpe, me hice el duro, no quería que nadie me viera tan vulnerable, aunque el dolor se extendiera por mi pierna.
—¡Hola! —dijo Ariadna, con los ojos brillando de emoción.
—¿Qué haces aún levantada? —respondí, tratando de disimular el dolor que me causaba mi dedo mientras lo masajeaba en silencio.
—He visto una película de miedo con las mellizas, y he escuchado un ruido, así que he bajado. Por cierto, ¿tú no tendrías que estar trabajando? —me preguntó, mirando con curiosidad.