Palabras que Hieren... Primera parte

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Siempre he sido consciente de que llamo la atención por mi físico. No se ve a menudo a un mulato de ojos verdes, y mucho menos en este país.

Los comentarios y cuchicheos hacia mi persona eran el pan de cada día. A pesar de estar más que acostumbrado, hubo un tiempo en el que llegué a plantearme hacerme una despigmentación de piel. No lo hice, claro. No solo porque es un tratamiento costoso, sino porque tenía cosas mucho más importantes en las que pensar.

Ese día fui a recoger a mis hijas al colegio. Angie se había quedado en reuniones, así que me tocaba a mí. No llevaba ni dos minutos esperando cuando noté la mirada de un grupo de madres. Se murmuraban entre ellas mientras me observaban de reojo.

—Soy el marido de Angie, no vengo a secuestrar a nadie —solté con sarcasmo, mirándolas directamente.

Como si fuera la señal de salida, mis pequeñas corrieron hacia mí y se lanzaron a mis brazos. Me abrazaron con emoción y me dieron sus mochilas. Mientras Mía balbuceaba conmigo, Ariadna se quedó en silencio, la mirada perdida en otro punto.

Lo reconocí al instante. Estaba atrapada en los pensamientos de los demás.

Sin decir nada, cogí sus cascos del cuello y se los coloqué suavemente sobre la cabeza.

A veces decía que era un poco creepy cuando le pasaba eso, como si los fantasmas le susurraran al oído.

—¿Mejor? —pregunté.

Asintió con la cabeza.

—Vamos a casa.

Fuimos al coche.

Ariadna solía ser una niña habladora, carismática, pero ese día estaba más callada de lo normal. Apenas me dirigió la palabra.

Intenté atar a Mía en su sillita, pero aquello parecía una misión imposible. Llevaba años haciéndolo y aún me costaba. Creo que ni aunque tenga más hijos aprenderé a poner esa cosa como es debido.

Ariadna se metió bajo mi brazo, lo ajustó en segundos y se apartó como si nada.

Me quedé fascinado. Hasta una niña de siete años sabía hacerlo mejor que yo.

—Tienes que ir a la puerta grande, la de color verde, para recoger a las mayores —dijo cuando me metí en el coche.

La miré de reojo.

—Ibas a preguntármelo, lo he oído en tu cabeza —añadió antes de que pudiera abrir la boca.

—¿Por qué estás enfadada?

—No estoy enfadada. ¿Podemos irnos ya? Quiero irme ya —respondió con impaciencia.

No insistí. Arranqué y fui directo a la puerta verde, tal como me había indicado.

Cuando llegamos a casa, las mayores terminaron de comer y se fueron rápidamente a sus habitaciones. Ariadna, en cambio, se quedó en el salón con su hermana pequeña, viendo Doraemon.

Cuando terminé de enjuagar los platos y meterlos en el lavavajillas, fui al salón con ellas.

—¿Cuándo viene mami? —preguntó Ariadna.

—No creo que tarde mucho más. Me lo puedes contar a mí.

—No, tú no puedes saberlo.

—¿Por qué no?

—Porque no.

Como dije, su madre no tardó en llegar, y en cuanto la escuchó, Ariadna corrió hacia ella.

Momentos después, entré en la cocina y vi a Angie sentada con Mía sobre sus piernas, mientras nuestra hija le contaba lo que le pasaba. No pillé mucho el hilo, pero la expresión de Ariadna lo decía todo.

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