Capítulo 2

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Se llamaba Karlie Kloss y no se consideraba especialmente misteriosa.

Sólo le gustaba disfrutar de privacidad, una necesidad que la había llevado a instalarse en el corazón de una de las ciudades más tumultuosas del mundo.

Pero sólo de manera temporal, pensó mientras guardaba el saxo en su funda.

En sólo un par de meses las obras de rehabilitación de su casa habrían terminado y podría volver a las costas de Connecticut.

Algunos decían que era su fortaleza y a ella no le importaba. Una mujer podía ser perfectamente feliz viviendo en soledad en su fortaleza durante algunas semanas. Una fortaleza a la que nadie podía entrar a menos que las puertas estuviesen abiertas.

Comenzó a subir las escaleras. Sólo utilizaba el salón casi vacío para tocar, o para hacer ejercicio si no le apetecía ir al gimnasio.

Era en la segunda planta donde vivía... temporalmente, pensó de nuevo.

Lo único que necesitaba allí era una cama, un par de cajones y una mesa firme para el ordenador y para todos los papeles que generaba. Si por ella hubiera sido, no habría tenido teléfono, pero su agente lo había obligado a tener un móvil y le había suplicado que siempre lo tuviera encendido.

Y normalmente lo hacía... salvo cuando no le apetecía.

Karlie se sentó a la mesa, contento de que la música le hubiera despejado un poco la cabeza.

Cara, su agente, estaba impaciente por el ver el progreso de su última obra; de nada servía que Karlie le dijera que estaría acabada cuando lo estuviera, ni un minuto antes ni un minuto después.

El problema del éxito era que acababa convirtiéndose en una presión.

Cuando uno hacía algo que gustaba, el público esperaba que volviera a hacer lo mismo una y otra vez, sólo que más rápido y mejor. A Karlie no le interesaba lo más mínimo lo que quisiese la gente. Podían tirar abajo las puertas del teatro para ver su próxima obra, darle otro premio Pulitzer y otro Tony.

También podían no acercarse al teatro o reclamar que les devolvieran el dinero de las entradas. Pero, pasase lo que pasase, lo que importaba era el trabajo, algo que debía importarle sólo a ella. Económicamente estaba segura y, según Cara, ése era su problema. Como no tenía necesidad de dinero, era arrogante y distante con el público.

Claro que también decía que eso era lo que la hacía un genio.

Se sentó en la gran sala. Era una mujer alta y fuerte, con el pelo de color castaño y los ojos verdes. Apretó los labios mientras leía las palabras que había ya escritas en el monitor. Se olvidó de los ruidos de la calle que inundaban la casa noche y día y se adentró en el alma de la mujer que ella misma había creado.

Una mujer que luchaba denodadamente por sobrevivir a sus propios deseos.

El sonido del timbre de la puerta le hizo maldecir en voz alta. Consideró la idea de no levantarse a ver quién era, pero pensó que el intruso iría una y otra vez hasta que lo atendiera.

Probablemente fuera la anciana con ojos de águila que vivía en el piso de abajo; ya había estado a punto de agarrarlo un par de noches cuando salía camino del club.

A Karlie se le daba bien esquivar ese tipo de ataques, pero empezaba a resultarle muy molesto.

Pero lo que vio al otro lado de la mirilla no fue a la mujer con ojos de pájaro, sino a una hermosa joven de pelo rubio y corto hasta la barbilla y unos enormes ojos azules.

Sin aún abrir la puerta, se preguntó qué demonios querría.

Como la había dejado tranquila durante casi una semana, había llegado a la conclusión de que seguiría haciéndolo, lo cual la habría convertido en la vecina perfecta para ella.

Finalmente abrió la puerta, contrariada de que aquella mujer hubiera decidido estropear tal perfección.

—Karlie: ¿Sí?

—Hola —sí, pensó Taylor, estaba aún mejor mirándolo de cerca—. Soy Taylor Swift, del 3A —añadió señalando a su puerta con una sonrisa en los labios.

Élla levantó una ceja.

—Karlie: Muy bien.

Una mujer de pocas palabras, decidió Taylor sin dejar de sonreír, mientras deseaba que dejara de mirarla sólo un segundo para poder asomarse ligeramente y ver el interior de su apartamento. No podría intentarlo siquiera mientras siguiera observándola tan fijamente.

—Taylor: Te he oído tocar hace un rato. Trabajo en casa y las paredes son muy finas.

Si había ido a quejarse del ruido, no iba a servirle de nada, pensó Karlie. Tocaba el saxo cuando le apetecía y no pensaba dejar de hacerlo. Siguió observándola fríamente; la nariz ligeramente respingona, los labios carnosos, los pies delgados con las uñas pintadas de rosa.

—Taylor: Siempre se me olvida encender la radio. —Siguió hablando alegremente y, al hacerlo, a su mejilla asomaba un pequeño hoyuelo —Así que es muy agradable oírte tocar. A Ralph y Sissy les gustaba mucho Vivaldi, lo cual está muy bien, pero acaba resultando un poco monótono si no escuchas otra cosa. Ralph y Sissy eran los que vivían en tu apartamento —le explicó—. Se mudaron a White Plains después de que Ralph tuviera una aventura con una dependienta de Saks. Bueno, en realidad no llegó a pasar nada entre ellos, pero Ralph estaba pensándoselo y Sissy decidió que sería mejor irse a vivir a otro sitio antes de despellejarlo en el divorcio. La señora Julia no les da más de seis meses, pero yo creo que podrían solucionarlo. Bueno...

Le ofreció un plato amarillo con unas galletas de chocolate.

—Taylor: Te he traído unas galletas.

Karlie las miró unos segundos.

Taylor aprovechó para echar un vistazo al salón del apartamento. El pobre no tenía ni un sofá.

—Karlie: ¿Por qué? —le preguntó mirándola de nuevo.

—Taylor: ¿Por qué qué?

—Karlie: ¿Por qué me has traído galletas?

—Taylor: Pues porque acabo de hacerlas. A veces, cuando no puedo concentrarme en el trabajo me pongo a cocinar y, si me como todo lo que hago, me odio a mí misma —volvió a aparecer el hoyito de su mejilla—. ¿No te gustan las galletas?

—Karlie: No tengo nada en su contra.

—Taylor: Bueno, entonces espero que las disfrutes —dijo poniéndole el plato en las manos—. Bienvenida al edificio. Si alguna vez necesitas algo, yo suelo estar en casa. Y si quieres saber algo del resto de los vecinos, puedo ponerte al día. Llevo algunos años viviendo aquí y conozco a todo el mundo.

—Karlie: Muy bien —dijo dando un paso atrás y le cerró la puerta en las narices.

Taylor se quedó allí de pie, sorprendida por su brusquedad.

En sus veinticuatro años de vida nunca nadie le había dado con la puerta en las narices y, ahora que ya sabía lo que era, podía decir con total seguridad que no le gustaba nada. Se contuvo de volver a llamar a la puerta para quitarle las galletas; se negaba a caer tan bajo. Así pues, se dio media vuelta y volvió a su casa.

Ya conocía a la señora misteriosa y sabía que era increíblemente atractivo, pero también que era maleducada como un jovencita malcriada al que le hacía falta un buen azote en el trasero.

Pero no importaba. No volvería a cruzarse en su camino.

No cerró la puerta de su casa de golpe, no quería darle esa satisfacción, pero una vez al otro lado de la puerta, se permitió sacarle la lengua y hacerle caras infantiles a la puerta de su vecina. Pero el caso era que aquel hombre tenía sus galletas, su dulce preferido, y todo su rencor, algo que no sentía a menudo. Y ella seguía sin saber su nombre.

Una Vecina PerfectaWhere stories live. Discover now