9. Nab se pone en contacto con ellos y abandonan la dehesa
La convalecencia del joven enfermo marchaba regularmente y sólo deseaban que su estado permitiese trasladarlo al Palacio de granito. Por bien amueblada y provista que estuviese la habitación de la dehesa, no podían encontrar allí la comodidad ni la salubridad de la morada granítica. Además, no ofrecía la misma seguridad y sus huéspedes, a pesar de su vigilancia, continuaban bajo la amenaza de algún lazo de los presidiarios. Por el contrario, en el Palacio de granito, en medio de aquel asilo inaccesible e inexpugnable, nada tenían que temer y forzosamente había de frustrarse cualquier tentativa que se hiciera contra sus per- sonas. Esperaban impacientes la hora en que Harbert pudiese ser trasladado sin temor por su herida y estaban decididos a hacerlo por difíciles que fueran las comunicaciones a través del bosque del Jacamar.
No tenían noticias de Nab, pero no alarmaba a los colonos, porque el valiente negro, atrincherado en las profundidades del Palacio de granito, no era probable que se dejase sorprender. No le habían enviado otra vez a Top, porque había parecido inútil exponer al fiel perro a un tiro, que hubiera privado a los colonos de su auxiliar más útil.
Esperaban, pero deseaban ardientemente verse reunidos en el Palacio de granito. No quería el ingeniero ver divididas sus fuerzas, porque esta división convenía a los planes de los presidiarios. Desde la desaparición de Ayrton, ya no eran más que cuatro o
cinco, y no era éste el menor cuidado que agitaba al valiente joven, que comprendía las dificultades de que era causa su enfermedad.
La cuestión relativa a lo que debía hacerse en las condiciones actuales respecto a los piratas, fue tratada a fondo el día 29 de noviembre entre Ciro Smith, Gedeón Spilett y Pencroff en un momento en que Harbert, adormecido, no podía oírlos.
-Amigos -dijo el periodista, después que se hubo hablado de Nab y de la imposibilidad de comunicarse con él-, creo que aventurarse por el camino del Palacio de granito sería exponerse a recibir un tiro sin poder devolverlo. ¿Pero no piensan que lo que convenía hacer ahora sería dar francamente caza a esos miserables?
-Es lo que yo estaba pensando -repuso Pencroff-. Ninguno de nosotros teme una bala, supongo yo, y por mi parte, si el señor Ciro lo aprueba, estoy dispuesto a lanzarme al bosque: ¡qué diablo, un hombre vale tanto como otro!
-¿Pero vale por cinco? -preguntó el ingeniero.
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La isla Misteriosa
ClásicosLa isla misteriosa de Julio Verne DERECHOS RESERVADOS AL AUTOR JULIO VERNE YO SOLO SUBI LA HISTORIA