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11. Los colonos salen en busca de los presidiarios y del personaje misterioso

Gedeón Spilett tomó la caja y la abrió. Contenía unos doscientos gramos de un polvo blanco, del cual llevó a los labios algunas partículas. El excesivo amargor de aquella sustancia no podía engañarlo: era el precioso alcaloide de la quina, el antipirético por excelencia.

Había que administrar inmediatamente aquellos polvos a Harbert. Después se discutiría cómo se habían encontrado allí.

-¡Café! -exclamó Gedeón Spilett.

Pocos instantes después Nab llevaba una taza de la infusión tibia. Gedeón Spilett echó en ella dieciocho granos del sulfato y consiguió hacérsela beber a Harbert.

Había tiempo todavía, porque no se había manifestado aún el tercer acceso de la fiebre perniciosa.

Y añadiremos que no se manifestaría.

Por lo demás, todos habían recobrado la esperanza. La influencia misteriosa se había ejercido de nuevo en un momento supremo, cuando ya se desesperaba de que acudiese el remedio.

Al cabo de algunas horas, Harbert descansaba más apaciblemente. Los colonos pudieron hablar entonces de aquel incidente que hacía más palpable que nunca la intervención del desconocido. Pero ¿cómo había podido penetrar durante la noche hasta el Palacio de granito? Aquello era absolutamente inexplicable y la manera de proceder del genio de la isla era tan extraña como el mismo genio.

Durante aquellos días, de tres en tres horas, fue suministrado a

Harbert el sulfato de quinina.

El joven experimentó a la mañana siguiente alguna mejoría. Cierto que no estaba curado. Las fiebres intermitentes están sujetas a frecuentes y peligrosas recidivas. Pero estaba atendido y el específico estaba allí, y no se encontraba lejos el que lo había llevado. En fin, el corazón de todos se abrió a una inmensa esperanza.

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