20. Una roca en el Pacífico y una isla entierra firme
Una roca aislada de treinta pies de longitud por quince de anchura, que apenas sobresalía diez pies sobre las aguas, era el único punto sólido que no habían invadido las olas del Pacífico.
Aquello era lo que quedaba del Palacio de granito. La muralla había sido dislocada y algunas de las rocas del salón se habían amontonado hasta formar aquel punto culminante.
En derredor todo había desaparecido en el abismo: el cono inferior del monte Franklin, rasgado por la explosión, las mandíbulas lávicas del golfo del Tiburón, la meseta de la Gran Vista, el islote de la Seguridad, los granitos del puerto del Globo, los basaltos de la cripta de Dakkar, la larga península Serpentina, tan lejana, sin embargo, del centro de la erupción. De la isla Lincoln no se veía más que aquella estrecha roca, que servía entonces de refugio a los seis colonos y a su perro Top. También los animales habían perecido en la catástrofe, las aves, lo mismo que los demás representantes de la fauna de la isla, todos ahogados o sepultados por las rocas, y el mismo Jup había encontrado la muerte en alguna hendidura del suelo.
Si Ciro Smith, Gedeón Spilett, Harbert, Pencroff, Nab y Ayrton habían sobrevivido, fue porque, reunidos bajo la tienda, habían sido precipitados al mar en el momento en que los restos de la isla llovían por todas partes. Cuando volvieron a la superficie, tuvieron a medio cable de distancia aquella aglomeración de rocas, hacia la cual nadaron y donde pudieron refugiarse. Sobre aquella roca desnuda vivían hacía nueve días. Algunas provisiones retiradas antes de la catástrofe del almacén del Palacio de granito y un poco de agua dulce que la lluvia había depositado en el hueco de una roca, era todo lo que aquellos desgraciados poseían. Su última esperanza, el buque, había sido
deshecho. No tenían medio ninguno de dejar aquel arrecife, ni fuego, ni con qué hacerlo. ¡Estaban destinados a perecer!
Aquel día, 18 de marzo, les quedaban conservas para dos días, aunque no habían consumido más que lo estrictamente necesario. Toda su ciencia, su inteligencia era impotente en aquella situación: estaban únicamente en manos de Dios.
Ciro Smith estaba tranquilo; Gedeón Spilett, más nervioso, y Pencroff, presa de una sorda cólera, iban y venían sobre aquella roca. Harbert no se separaba del ingeniero y le miraba como para pedirle un socorro que Ciro Smith no podía dar. Nab y Ayrton estaban resignados con su suerte.
-¡Desdicha, desdicha! -repetía con frecuencia Pencroff-. ¡Si tuviéramos, aunque no fuera más que una cáscara de nuez para ir a la isla Tabor! ¡Pero nada, nada!
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La isla Misteriosa
KlassikerLa isla misteriosa de Julio Verne DERECHOS RESERVADOS AL AUTOR JULIO VERNE YO SOLO SUBI LA HISTORIA